El libro que ahora —y por mediación de Mercurio Editorial— tenemos entre manos, nos trae una nueva aventura del hechicero Árgoht Grandël, e inicia esta auspiciosa odisea llamada «La senda del destino». Los lectores de las anteriores peripecias de Árgoht sabemos de qué destino se trata: del suyo, ni más ni menos; de ese fin que es el leitmotiv de toda la obra y el camino pedregoso y plagado de obstáculos que nuestro héroe ha de recorrer.
El autor, como era de esperar, se supera una vez más con una estructura vasta y casi inabarcable. En La tierra negra nuevamente se aventura por numerosos frentes narrativos, y los dosifica y los codifica con suma habilidad. Condimenta la trama principal con un puñado de personajes secundarios entrañables, y empaca la narración en el contexto de una maldición territorial, de una condenación endémica que empuja a los pueblos a enfrentarse en una guerra por el mero principio de la supervivencia, por la necesidad de un espacio vital cada vez más reducido. Es en este escenario caótico y agitado donde aparece, entre las brumas de su propia búsqueda personal, el hechicero de Meledel. No será, desde luego, un pasajero ocasional en este viaje apasionante. Sus propias motivaciones le llevarán a tomar parte activa en los conflictos y nos permitirá a nosotros, lectores ávidos, conocer nuevas facetas de su hermética personalidad.
El banquete literario, pues, está servido, y sabiamente adobado con diálogos llenos de credibilidad y descripciones sensitivas y profusas, tan propias de este insigne género. Entre las páginas que siguen nos esperan nuevos guerreros malditos, héroes súbitos e inesperados, macabras aberraciones naturales producto de esta tierra maldita que nos toca atravesar…
¿Quién puede resistirse, entonces, a semejante propuesta narrativa?
Si algo me apasiona de la literatura de Rayco Cruz es no solo la cercanía con la que el lector accede a todos los elementos descriptivos que maneja, sino el aire de abierta sinceridad que desprende su estilo. Se trata de un autor que, aun entregado a la ficción, es auténtico en sus intenciones narrativas. No se molesta en adornar su prosa con reclamos comerciales porque no los necesita, porque la complejidad de sus historias ya es suficiente estímulo para el lector. El tono de la narración, como digo, resulta tan cercano que incluso tiene el poder de reclutar nuevos adeptos al género, como es mi caso. Logra esto creando su macrouniverso artístico personal, pero adoptando elementos naturales de nuestra propia existencia sin distorsionarlos ni cambiar su esencia. Así, en las novelas de Rayco Cruz, las colinas y montes se llaman «colinas» y «montes», los bosques y pantanos, «bosques» y «pantanos», y el sol y las estrellas, «sol» y «estrellas». Esto resulta fundamental para hacer accesible y cercano un género que otros autores, quizá con intención de imprimir una superficial complejidad idiomática, vuelven turbio y críptico para lectores profanos. En donde nuestro autor inserta misterio y laberinto es en la trama, en las diversas ramas narrativas que intercala con gran destreza y economía de medios, destilando, como un experto alquimista, las dosis justas de cada una para que nunca nos falte información, y para que siempre queramos saber más de cada una de estas ramificaciones, de cada una de estas historias paralelas que constituyen el fascinante tronco principal en el que, al final, terminarán conflagrando todas las vertientes y alternativas de la novela.
La tierra negra está ante vuestros ojos. A una vuelta de página, nada más. Yo me bajo en esta parada y os dejo con Rayco Cruz, que hará las veces de augusto narrador de esta, que es la historia de Árgoht Grandël, un hechicero en busca de su destino en un mundo que —cada novela que transcurre estoy más convencido de ello— existe en algún plano sensorial de nuestro universo. Como un bardo alrededor de un fogón, extraerá ante vosotros un apasionante relato épico que os cautivará irremisiblemente.
El autor, como era de esperar, se supera una vez más con una estructura vasta y casi inabarcable. En La tierra negra nuevamente se aventura por numerosos frentes narrativos, y los dosifica y los codifica con suma habilidad. Condimenta la trama principal con un puñado de personajes secundarios entrañables, y empaca la narración en el contexto de una maldición territorial, de una condenación endémica que empuja a los pueblos a enfrentarse en una guerra por el mero principio de la supervivencia, por la necesidad de un espacio vital cada vez más reducido. Es en este escenario caótico y agitado donde aparece, entre las brumas de su propia búsqueda personal, el hechicero de Meledel. No será, desde luego, un pasajero ocasional en este viaje apasionante. Sus propias motivaciones le llevarán a tomar parte activa en los conflictos y nos permitirá a nosotros, lectores ávidos, conocer nuevas facetas de su hermética personalidad.
El banquete literario, pues, está servido, y sabiamente adobado con diálogos llenos de credibilidad y descripciones sensitivas y profusas, tan propias de este insigne género. Entre las páginas que siguen nos esperan nuevos guerreros malditos, héroes súbitos e inesperados, macabras aberraciones naturales producto de esta tierra maldita que nos toca atravesar…
¿Quién puede resistirse, entonces, a semejante propuesta narrativa?
Si algo me apasiona de la literatura de Rayco Cruz es no solo la cercanía con la que el lector accede a todos los elementos descriptivos que maneja, sino el aire de abierta sinceridad que desprende su estilo. Se trata de un autor que, aun entregado a la ficción, es auténtico en sus intenciones narrativas. No se molesta en adornar su prosa con reclamos comerciales porque no los necesita, porque la complejidad de sus historias ya es suficiente estímulo para el lector. El tono de la narración, como digo, resulta tan cercano que incluso tiene el poder de reclutar nuevos adeptos al género, como es mi caso. Logra esto creando su macrouniverso artístico personal, pero adoptando elementos naturales de nuestra propia existencia sin distorsionarlos ni cambiar su esencia. Así, en las novelas de Rayco Cruz, las colinas y montes se llaman «colinas» y «montes», los bosques y pantanos, «bosques» y «pantanos», y el sol y las estrellas, «sol» y «estrellas». Esto resulta fundamental para hacer accesible y cercano un género que otros autores, quizá con intención de imprimir una superficial complejidad idiomática, vuelven turbio y críptico para lectores profanos. En donde nuestro autor inserta misterio y laberinto es en la trama, en las diversas ramas narrativas que intercala con gran destreza y economía de medios, destilando, como un experto alquimista, las dosis justas de cada una para que nunca nos falte información, y para que siempre queramos saber más de cada una de estas ramificaciones, de cada una de estas historias paralelas que constituyen el fascinante tronco principal en el que, al final, terminarán conflagrando todas las vertientes y alternativas de la novela.
La tierra negra está ante vuestros ojos. A una vuelta de página, nada más. Yo me bajo en esta parada y os dejo con Rayco Cruz, que hará las veces de augusto narrador de esta, que es la historia de Árgoht Grandël, un hechicero en busca de su destino en un mundo que —cada novela que transcurre estoy más convencido de ello— existe en algún plano sensorial de nuestro universo. Como un bardo alrededor de un fogón, extraerá ante vosotros un apasionante relato épico que os cautivará irremisiblemente.