Durante 400 años nadie quiso averiguar dónde estaba la tumba de Cervantes. El escritor murió en 1616 y fue enterrado en un convento trinitario de Madrid. En cuatro siglos, el convento se amplió, cambió de orientación, fue abandonado, volvió a ser ocupado, se demolió, se levantó uno nuevo más grande, y bajo esa estructura desapareció cualquier rastro de Cervantes.
En verano de 2010, el historiador vasco Fernando de Prado-Pardo Manuel de Villena, descendiente de Cristóbal Colón, tomó la decisión de averiguarlo.
Su primera sorpresa al iniciar esta aventura fue comprobar que nadie, absolutamente nadie en los últimos 400 años, había intentado buscar, localizar y abrir la tumba de Cervantes. Muchos lo habían pensado pero nadie lo había intentado en serio. España había olvidado a su gran genio en la oficina de ‘objetos perdidos’ de la Historia.
Su segunda sorpresa fue…
Fueron muchas, todo sea dicho. Porque inició un empedrado viaje para visitar instituciones, empresas, políticos, fundaciones y periódicos que no estaban interesados en saber si ‘Cervantes estaba allí’. Les importaba un bledo. Y por eso no ayudaban a Fernando. No le financiaban. No le facilitaban la búsqueda.
El historiador estuvo, como Cervantes en su tumba, encerrado en una investigación solitaria y decepcionante. Nadie creía en él. Algunos se burlaron. Otros le ofendieron. Parecía un nuevo Quijote embarcado en una aventura estrafalaria, estimulado solo por sus sueños, y recibiendo palos de una sociedad incrédula y brutal.
Habían pasado cuatro siglos pero este historiador estaba convencido de que Cervantes seguía allí. Fernando pidió la ayuda de un periodista para escribir la crónica de su investigación.
La pertinacia de Fernando logró que un antropólogo forense, un georadarista y un equipo compuesto por arqueólogos, arquitectos, historiadores y especialistas en trajes antiguos se pusiera a trabajar codo con codo para acabar de una vez con la incógnita de la tumba de Cervantes. El ayuntamiento de Madrid puso el dinero para financiar la procelosa tarea.
Pero la historia no terminó como se preveía.
En realidad, nadie esperaba ese final.
En verano de 2010, el historiador vasco Fernando de Prado-Pardo Manuel de Villena, descendiente de Cristóbal Colón, tomó la decisión de averiguarlo.
Su primera sorpresa al iniciar esta aventura fue comprobar que nadie, absolutamente nadie en los últimos 400 años, había intentado buscar, localizar y abrir la tumba de Cervantes. Muchos lo habían pensado pero nadie lo había intentado en serio. España había olvidado a su gran genio en la oficina de ‘objetos perdidos’ de la Historia.
Su segunda sorpresa fue…
Fueron muchas, todo sea dicho. Porque inició un empedrado viaje para visitar instituciones, empresas, políticos, fundaciones y periódicos que no estaban interesados en saber si ‘Cervantes estaba allí’. Les importaba un bledo. Y por eso no ayudaban a Fernando. No le financiaban. No le facilitaban la búsqueda.
El historiador estuvo, como Cervantes en su tumba, encerrado en una investigación solitaria y decepcionante. Nadie creía en él. Algunos se burlaron. Otros le ofendieron. Parecía un nuevo Quijote embarcado en una aventura estrafalaria, estimulado solo por sus sueños, y recibiendo palos de una sociedad incrédula y brutal.
Habían pasado cuatro siglos pero este historiador estaba convencido de que Cervantes seguía allí. Fernando pidió la ayuda de un periodista para escribir la crónica de su investigación.
La pertinacia de Fernando logró que un antropólogo forense, un georadarista y un equipo compuesto por arqueólogos, arquitectos, historiadores y especialistas en trajes antiguos se pusiera a trabajar codo con codo para acabar de una vez con la incógnita de la tumba de Cervantes. El ayuntamiento de Madrid puso el dinero para financiar la procelosa tarea.
Pero la historia no terminó como se preveía.
En realidad, nadie esperaba ese final.