La obra de Khalil Gibrán (1883-1931) reúne suficientes atractivos que la hacen digna de ser conocida y gustada por el lector de hoy.
Gibrán es ante todo una mística al modo oriental, en su desasimiento del mundo y su apetencia de una calidad superior. Un impetuoso anhelo de descarnación, en el que se puede reconocer algún eco del Rubaiyat, está presente en todos sus libros.
Pero, aparte de esta tónica mística y como un arabesco sobre ella, corre por toda su obra una sutil vena de ironía incisiva y amarga, netamente occidental, difícil de hallar en la vieja literatura de Oriente.
Siempre ha escrito como inspirado e iluminado, reuniendo en él dos genios, lo que pocas veces acontece.
Gibrán es ante todo una mística al modo oriental, en su desasimiento del mundo y su apetencia de una calidad superior. Un impetuoso anhelo de descarnación, en el que se puede reconocer algún eco del Rubaiyat, está presente en todos sus libros.
Pero, aparte de esta tónica mística y como un arabesco sobre ella, corre por toda su obra una sutil vena de ironía incisiva y amarga, netamente occidental, difícil de hallar en la vieja literatura de Oriente.
Siempre ha escrito como inspirado e iluminado, reuniendo en él dos genios, lo que pocas veces acontece.