Estoy sentado frente a mi máquina de escribir. Delante de mí, las tres Brujas Niñas me observan. Son escuálidas como renacuajos secados al sol, con sus ojos de abismo y esa mirada perdida de quien ha visto demasiado. Parecen niñas, es cierto, pero yo las sé viejas.
¿Me considerará un cobarde el lector si digo que las temo? Cada noche, cuando bajo al sótano para comenzar a escribir, siento terror al pensar que tal vez se hayan ido. Sin embargo, cuando la luz se enciende y veo sus vestidos blancos y sucios como viejas mortajas, se apodera de mí un horror aún mayor.
Ellas me hablan, me cuentan historias. Su aliento huele a gusanos, a formol, a tierra removida. Pero yo las escucho y escribo cada palabra. Así, el relato va creciendo como una enredadera. Dulce imagen, pero esta madreselva es carnívora, se alimenta de sangre y carne.
De mi sangre y carne.
¿Me considerará un cobarde el lector si digo que las temo? Cada noche, cuando bajo al sótano para comenzar a escribir, siento terror al pensar que tal vez se hayan ido. Sin embargo, cuando la luz se enciende y veo sus vestidos blancos y sucios como viejas mortajas, se apodera de mí un horror aún mayor.
Ellas me hablan, me cuentan historias. Su aliento huele a gusanos, a formol, a tierra removida. Pero yo las escucho y escribo cada palabra. Así, el relato va creciendo como una enredadera. Dulce imagen, pero esta madreselva es carnívora, se alimenta de sangre y carne.
De mi sangre y carne.