A veces en la vida pasa como en las películas. A veces, no hay tardes para pensar en la vida. Ni en si somos en realidad felices, lo cual es un alivio, porque la duda constante resulta terriblemente agotadora. Hay veces que vuelve la sensación de cuando llega la primavera y la gente, después del letargo, se echa a las calles, a las terrazas de Madrid y Palermo, a los parques, a beber tintos de primavera y comer rollitos de verano. A veces te das cuenta de que no anochece a las cinco de la tarde y sientes algo parecido al enamoramiento. A veces te das cuenta de que ya no eres estudiante y sientes algo parecido al desamparo. A veces la vida fluye. Hay ocasiones en que ves una mariposa volante en vez de una mosca y te das cuenta de que tienes un desprendimiento de rutina. A veces, la vida te enseña que la alegría debe de ser muy parecida a la felicidad.
Conocí en Buitrago de Lozoya (Sierra de Madrid), donde aún sobrevive el último maquis de la Medicina, con Juan Gérvas a la cabeza, a una médico argentina que me dio un contacto para ir a Bariloche uno de mis cuatro meses de rotaciones optativas, correspondientes a mi tercer año de deformación en Atención Primaria. Ese mes hubiera podido quedarme a la sombra de cualquier especialista sombrío y gris en cualquier consulta de Madrid rellenando volantes y firmando recetas (a eso no nos gana a los de Primaria ni dios), aprovechando cualquier arrenuncio para ver llover por la ventana, para cotillear las portadas de los libros de los pacientes y los escotes o para esperar esa casualidad en forma de trallazo exacto de confeti, que mande todo a tomar por culo de una vez. Si no fuera por la esperanza de encontrar la salida de emergencia del tedio o una fisura a las 12 de la realidad, la mayoría de los días no me levantaría de la cama.
La vida es lo que nosotros queremos que sea.
Hasta aquel entonces, la única ocasión en la que había oído la palabra Bariloche, fue una vez que estuve en una discoteca de Plasencia con ese nombre y en la que acabé borracho perdido coreando las canciones de Extremoduro. Yo quiero ser el Robe Iniesta de la Medicina.
Conocí en Buitrago de Lozoya (Sierra de Madrid), donde aún sobrevive el último maquis de la Medicina, con Juan Gérvas a la cabeza, a una médico argentina que me dio un contacto para ir a Bariloche uno de mis cuatro meses de rotaciones optativas, correspondientes a mi tercer año de deformación en Atención Primaria. Ese mes hubiera podido quedarme a la sombra de cualquier especialista sombrío y gris en cualquier consulta de Madrid rellenando volantes y firmando recetas (a eso no nos gana a los de Primaria ni dios), aprovechando cualquier arrenuncio para ver llover por la ventana, para cotillear las portadas de los libros de los pacientes y los escotes o para esperar esa casualidad en forma de trallazo exacto de confeti, que mande todo a tomar por culo de una vez. Si no fuera por la esperanza de encontrar la salida de emergencia del tedio o una fisura a las 12 de la realidad, la mayoría de los días no me levantaría de la cama.
La vida es lo que nosotros queremos que sea.
Hasta aquel entonces, la única ocasión en la que había oído la palabra Bariloche, fue una vez que estuve en una discoteca de Plasencia con ese nombre y en la que acabé borracho perdido coreando las canciones de Extremoduro. Yo quiero ser el Robe Iniesta de la Medicina.