¿Por qué una técnica que, en buena lógica, hoy nos horroriza –la mutilación ciega del cerebro con la vana esperanza de curar la enfermedad mental– cobró una extraordinario auge durante los años 1940 y 1950, hasta el punto de que sólo en los Estados Unidos de América se practicaron más de cuarenta mil intervenciones de este tipo? Una práctica, cuyo principal iniciador, el portugués Egas Moniz, recibió por ello el Premio Nobel en 1949, y que al correr de los años aquel galardón sería objeto de una agria polémica impulsada por hijos y familiares de personas lobotomizadas.
Para entenderlo, este libro nos ayuda a situarnos en el contexto de la época, en los conocimientos y la mentalidad reinante sobre la enfermedad mental, en la realidad de los escasos tratamientos disponibles, y en el papel crítico que jugaron la prensa y los medios de comunicación. Titulares de entonces presentaron a las lobotomías como “La cirugía del alma”, “Operación revolucionaria”, “Milagro de la cirugía del cerebro”, o las calificaron como “una de las innovaciones quirúrgicas más grandes de esta generación”. La gente preguntaba a los médicos si la lobotomía servía para aumentar la inteligencia o mejorar el carácter, o si podría curar el asma.
Los hospitales psiquiátricos de aquellos años eran, en realidad, gigantescos almacenes de enfermos mentales abandonados a su suerte en condiciones infrahumanas; instituciones ya sobrecargadas que se vieron desbordadas ante la avalancha de nuevos ingresos provenientes de la Segunda Guerra Mundial. Cualquier procedimiento que ofreciera la oportunidad de devolver al enfermo a su casa, muchas veces confuso y embotado, pero más tranquilo y manejable por los suyos, sería bien recibido tanto por la familia como por el agobiado personal hospitalario. Si además tal intervención aparecía adornada de un aura científica de tratamiento de vanguardia, el último avance de la neuropsiquiatría, no resulta difícil comprender su rápida expansión.
Para entenderlo, este libro nos ayuda a situarnos en el contexto de la época, en los conocimientos y la mentalidad reinante sobre la enfermedad mental, en la realidad de los escasos tratamientos disponibles, y en el papel crítico que jugaron la prensa y los medios de comunicación. Titulares de entonces presentaron a las lobotomías como “La cirugía del alma”, “Operación revolucionaria”, “Milagro de la cirugía del cerebro”, o las calificaron como “una de las innovaciones quirúrgicas más grandes de esta generación”. La gente preguntaba a los médicos si la lobotomía servía para aumentar la inteligencia o mejorar el carácter, o si podría curar el asma.
Los hospitales psiquiátricos de aquellos años eran, en realidad, gigantescos almacenes de enfermos mentales abandonados a su suerte en condiciones infrahumanas; instituciones ya sobrecargadas que se vieron desbordadas ante la avalancha de nuevos ingresos provenientes de la Segunda Guerra Mundial. Cualquier procedimiento que ofreciera la oportunidad de devolver al enfermo a su casa, muchas veces confuso y embotado, pero más tranquilo y manejable por los suyos, sería bien recibido tanto por la familia como por el agobiado personal hospitalario. Si además tal intervención aparecía adornada de un aura científica de tratamiento de vanguardia, el último avance de la neuropsiquiatría, no resulta difícil comprender su rápida expansión.