Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda soltï la pluma y levantï la cabeza. Una palmera enana movêa detrÞs de æl con balanceo repentino sus anchas manos de möltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse este contacto avanzï el sillïn de junco, pero no pudo seguir escribiendo. Algo nuevo habêa ocurrido en torno de æl mientras con el pecho en el filo de la mesa y los ojos sobre los papeles huêa lejos, muy lejos, acompaíado en esta fuga ideal por el leve crujido de la pluma. Vio con el mismo aspecto exterior cosas y personas al salir de su abstracciïn; pero una vida interna, ruidosa y mïvil parecêa haber nacido en las cosas hasta entonces inanimadas, mientras la vida ordinaria callaba y se encogêa en las personas, como poseêda de söbita timidez. Sus ojos, fatigados por la escritura, huêan de las ampollas elæctricas del techo, inflamadas en plena tarde, para reposarse en los rectÞngulos de las ventanas que encuadraban el azul grisÞceo de un dêa de invierno. La blancura de la madera laqueada temblaba con cierto reflejo hömedo que parecêa venir del exterior. Dos salones agrandados por la escasez de su altura eran el campo visual de Ojeda. En el primero, donde estaba æl, mezclÞbase a la blancura uniforme de la decoraciïn el verde charolado de las palmeras de invernÞculo, el verde pictïrico de los enrejados de madera tendidos de pilastra a pilastra y el verde amarillento y velludo de unas parras artificiales, cuyas hojas parecêan retazos de terciopelo. Sillones de floreada cretona en torno de las mesas de bambö formaban islas, a las que se acogêan grupos de personas para embadurnar con manteca y mermeladas el pan tostado, husmear el perfume del tæ o seguir el burbujeo de las aguas minerales teíidas de jarabes y licores. Camareros rubios de corta chaqueta azul y botones dorados pasaban con la bandeja en alto por los canalizos de este archipiælago humano sorteando los promontorios de los respaldos, los golfos y penênsulas formados por las rodillas. Una vidriera, de pared a pared, formada de pequeíos cristales biselados, dejaba ver el salïn inmediato, blanco tambiæn, pero con adornos de oro. Los asientos tapizados de seda rosa, igual a la que adornaba los planos de las paredes, estaban ocupados por seíoras. El ambiente era mÞs limpio que en el jardên de invierno, donde una atmïsfera de humo de habano y tabaco oriental con perfume de opio flotaba sobre las plantas. MÞs allÞ de estos corros femeninos en torno de las mesas de tæ, media docena de mösicos, uniformados lo mismo que los camareros, agrupÞbanse sobre una tarima, alrededor de un piano de cola. Sus cabezas rubias de germanos y los arcos de sus violines destacÞbanse sobre los rectÞngulos luminosos de cuatro ventanas que cerraban la perspectiva. Al otro lado de los cristales, ligeramente turbios por la humedad exterior, movêase, pasando de una a otra ventana, con lento balanceo, una especie de columna, esbelta, amarilla, de invisible tærmino, acompaíÞndola fieles en este cambio de situaciïn, regular y acompasado como el de un pændulo, unas lêneas negras y oblicuas semejantes a cuerdas. Todo estaba lo mismo que una hora antes, cuando el tæ humeaba en la taza de Ojeda, ahora vacêa, y blanqueaban sobre la mesa los pliegos, cubiertos al presente de compactas lêneas.
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