En un crudo día de invierno de 1650, en Estocolmo, René Descartes, el pensador más influyente y controvertido de su tiempo, fue enterrado lejos de su hogar. Dieciséis años más tarde, el embajador francés exhumó secretamente sus huesos y los transportó a Francia. ¿Por qué este funcionario y devoto católico se preocupó tanto por los restos de un filósofo que fue acusado de ateísmo? ¿Por qué los huesos de Descartes siguieron un extraño periplo durante los siguientes 350 años? La historia de estas insólitas reliquias involucra a los personajes más diversos, desde monarcas hasta poetas, filósofos y fisiólogos que usaron los huesos para sus estudios científicos; los robaron, los vendieron y los reverenciaron, pelearon por ellos y fueron pasándolos subrepticiamente de mano en mano. La clave de este misterio se esconde en la famosa frase de Descartes: cogito ergo sum («pienso, por lo tanto existo»), con la que este ambicioso francés destruyó 2.000 años de creencias adquiridas y fundó los cimientos del mundo moderno.
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