La idea que anima este libro está avalada por todos los sexólogos y psicólogos modernos, pero en realidad es tan vieja como el mundo. Las partes privadas tienen muchos nombres y uno sólo. Dominados unas veces por un espíritu pacato, animados otras por un instinto cachondo, les buscamos cualquier nombre menos el suyo. Ponerle un nombre a esas partes se ha convertido, a lo largo de la historia, en el ejercicio máximo de la metáfora. Cualquier similitud nos vale: si atendemos a la función, el coño es una cerradura; los sentidos nos hacen pensar en almejas, castañas o alcachofas. Será cueva según la luz y la forma, flor según se abra, y ¿qué decir del brasero, el higo –sugerente como pocos– o el atrevido cáliz? Pero sin duda, el más querido de todos los nombres será siempre el que aquí no consta, el privado, el “mil uno”, el que cada cual adjudica al miembro de la pareja o al propio. En definitiva, si la carne es materia viva, también lo es la lengua.
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