Es difícil empezar a leer las historias en principio modestas, de una engañosa sencillez de Los peces de la amargura, y no sentirse conmovido, sacudido –a veces, indignado– por la verdad humana de que están hechas, una materia extremadamente dolorosa para tantas y tantas víctimas del crimen basado en la excusa política, pero que sólo un narrador excepcional como Aramburu logra contar de manera verídica y creíble. Un padre se aferra a sus rutinas y aficiones, como cuidar los peces, para sobrellevar el trastorno de una hija hospitalizada e inválida; un matrimonio, fastidiado por el hostigamiento de los fanáticos contra un vecino, esperan y desean que éste se vaya de una vez; un joven recuerda a su compañero de juegos, que luego lo será de atentados; una mujer resiste cuanto puede los asedios y amenazas antes que marcharse... A manera de crónicas o reportajes, de testimonios en primera persona, de cartas o relatos contados a los hijos, Los peces de la amargura recoge fragmentos de vidas en las que sin dramatismo aparente, de manera indirecta o inesperada –es decir eficaz–, asoma la emoción y, con ella, la denuncia y el homenaje.
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