La tentación de elaborar una monumental introducción al libro de los Salmos aflora espontánea una vez que se advierte la cantidad de problemas, datos, temas, cuestiones técnicas que ese volumen ofrece al lector atento. No obstante, para una primera lectura no es necesario ese inmenso bagaje de nociones que los comentarios a los Salmos ofrecen a manos llenas, y que sólo pueden utilizarse tras una larga familiaridad con el Salterio.
Trazaremos, entonces solamente las coordenadas indispensa-bles para penetrar en el mundo de la oración bíblica. Precisaremos luego las sendas particulares dentro de las cuales debemos caminar para escuchar las diferentes voces que se elevan desde cada uno de los Salmos.
Los Salmos como respuesta religiosa de Israel
La revelación bíblica es por excelencia diálogo, iniciado y guiado por Dios en la historia humana. Precisamente por no ser monólogo, al lado de la celebración de la palabra divina, de los acontecimientos que presenta, de su iniciativa, la Biblia ofrece la respuesta humana, a menudo tejida de rechazos, de crisis, de dudas. Los Salmos son un fragmento privilegiado de esa respuesta, una reacción algunas veces gozosa, otras dolorida, personal y comunitaria, confiada o suplicante, movilizada por la política o la vida social, serenada en la emoción interior.
En Siquén, Israel, una vez realizada su entrada en la tierra pro-metida, acoge la propuesta que le hace el Dios salvador del Exodo. Es el diálogo apremiante desarrollado por Josué 24, 14-24 en cuatro etapas. Lo precede la proclamación del Credo de Israel, en el cual confesaba la iniciativa divina (Jos 24, 2-13). La primera palabra es de Dios, que la encarna en sus gestos históricos de amor y de liberación. En ese diálogo entre Israel y Josué, la voz profética de Dios, resuena en catorce ocasiones (número de la plenitud y de la perfección) el verbo de la respuesta: «Serviremos al Señor». Servir es adherir al Dios verdadero, abandonando a los ídolos, es seguir sólo su camino, es aceptar enérgicamente sólo su propuesta, es amarlo con todo el corazón, el alma y las fuerzas (Dt 6, 5), es temerlo, reconociendo su trascendencia, su realidad diferente de nosotros, los hombres, es creer en El, fundamentando nuestra seguridad y nuestra construcción sobre El que es roca firme (Mt 7, 24-25).
Los Salmos son una expresión elevadísima de ese «servicio», no sólo litúrgico sino también existencial que el hombre le ofrece al Señor. El primer anuncio bíblico es: «El Señor se interesa por ti, Israel» (Is 40, 27). Como respuesta debe brotar el interés del hombre que, como Adán (Gn 3, 8-10), no puede desentenderse de la voz que lo llama y que lo enfrenta consigo mismo y con su pro-pia conciencia.
No causa, pues, extrañeza el que la tradición sinagogal haya dividido el Salterio en cinco libros (Sal 1-41; 42-72; 73-89; 90-106; 107-150), cuyo final es «Bendito sea el Señor Dios de Israel ahora y por siempre» Amén, Amén (Sal 41, 14; ver las demás exclamaciones en Sal 72, 19; 89, 52; 106, 48; 150, 6). Al Penta-teuco de la Tora, el libro más sagrado de la Biblia, expresión su-prema de la Palabra y de la acción de Dios (Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio) se asocia el Pentateuco de los Salmos, la más elevada respuesta del fiel a su Señor.
Los Salmos como literatura de Israel
En este libro convergen composiciones del arco entero de la historia de Israel, de suerte que ahí está representado todo un milenio de literatura, desde la era premonárquica (siglo XII aC) hasta el período de la lucha de los Macabeos (siglos IV-III aC). Lo impersonal de las traducciones transforma ese panorama múltiple y agitado en una llanura monótona y monocolora.
A la lejanísima, pero ya refinada voz del Salmo 29 que es el texto más antiguo (siglo XIII aC), tomado quizá del repertorio litúrgico cananeo (ver también los Salmos 45; 68; 88; 89; 92-96), le suceden Salmos probablemente de David mismo, a quien se atribuirá luego la paternidad de todo el Salterio, (Sal 18) y se llega a te
Trazaremos, entonces solamente las coordenadas indispensa-bles para penetrar en el mundo de la oración bíblica. Precisaremos luego las sendas particulares dentro de las cuales debemos caminar para escuchar las diferentes voces que se elevan desde cada uno de los Salmos.
Los Salmos como respuesta religiosa de Israel
La revelación bíblica es por excelencia diálogo, iniciado y guiado por Dios en la historia humana. Precisamente por no ser monólogo, al lado de la celebración de la palabra divina, de los acontecimientos que presenta, de su iniciativa, la Biblia ofrece la respuesta humana, a menudo tejida de rechazos, de crisis, de dudas. Los Salmos son un fragmento privilegiado de esa respuesta, una reacción algunas veces gozosa, otras dolorida, personal y comunitaria, confiada o suplicante, movilizada por la política o la vida social, serenada en la emoción interior.
En Siquén, Israel, una vez realizada su entrada en la tierra pro-metida, acoge la propuesta que le hace el Dios salvador del Exodo. Es el diálogo apremiante desarrollado por Josué 24, 14-24 en cuatro etapas. Lo precede la proclamación del Credo de Israel, en el cual confesaba la iniciativa divina (Jos 24, 2-13). La primera palabra es de Dios, que la encarna en sus gestos históricos de amor y de liberación. En ese diálogo entre Israel y Josué, la voz profética de Dios, resuena en catorce ocasiones (número de la plenitud y de la perfección) el verbo de la respuesta: «Serviremos al Señor». Servir es adherir al Dios verdadero, abandonando a los ídolos, es seguir sólo su camino, es aceptar enérgicamente sólo su propuesta, es amarlo con todo el corazón, el alma y las fuerzas (Dt 6, 5), es temerlo, reconociendo su trascendencia, su realidad diferente de nosotros, los hombres, es creer en El, fundamentando nuestra seguridad y nuestra construcción sobre El que es roca firme (Mt 7, 24-25).
Los Salmos son una expresión elevadísima de ese «servicio», no sólo litúrgico sino también existencial que el hombre le ofrece al Señor. El primer anuncio bíblico es: «El Señor se interesa por ti, Israel» (Is 40, 27). Como respuesta debe brotar el interés del hombre que, como Adán (Gn 3, 8-10), no puede desentenderse de la voz que lo llama y que lo enfrenta consigo mismo y con su pro-pia conciencia.
No causa, pues, extrañeza el que la tradición sinagogal haya dividido el Salterio en cinco libros (Sal 1-41; 42-72; 73-89; 90-106; 107-150), cuyo final es «Bendito sea el Señor Dios de Israel ahora y por siempre» Amén, Amén (Sal 41, 14; ver las demás exclamaciones en Sal 72, 19; 89, 52; 106, 48; 150, 6). Al Penta-teuco de la Tora, el libro más sagrado de la Biblia, expresión su-prema de la Palabra y de la acción de Dios (Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio) se asocia el Pentateuco de los Salmos, la más elevada respuesta del fiel a su Señor.
Los Salmos como literatura de Israel
En este libro convergen composiciones del arco entero de la historia de Israel, de suerte que ahí está representado todo un milenio de literatura, desde la era premonárquica (siglo XII aC) hasta el período de la lucha de los Macabeos (siglos IV-III aC). Lo impersonal de las traducciones transforma ese panorama múltiple y agitado en una llanura monótona y monocolora.
A la lejanísima, pero ya refinada voz del Salmo 29 que es el texto más antiguo (siglo XIII aC), tomado quizá del repertorio litúrgico cananeo (ver también los Salmos 45; 68; 88; 89; 92-96), le suceden Salmos probablemente de David mismo, a quien se atribuirá luego la paternidad de todo el Salterio, (Sal 18) y se llega a te