Había una vez, cuando la guerra civil amenazaba separar a Estados Unidos, una monarquía al sur del Río Bravo. El reino se llamaba México. Había un castillo, una princesa y un joven príncipe alto y barbado; era noble e idealista, tenía fuego en el corazón, pero también era débil y crédulo. Necio, decían algunos. Un día, cuando todavía era adolescente, escribió: “La ambición es como el aeronauta. Hasta cierto punto la ascensión es agradable y hace gozar de una vista espléndida y de un panorama inmenso. Pero cuando se sube más, sobreviene el vértigo, el aire se enrarece y crece el riesgo de una gran caída”. Con esa parábola, el príncipe austriaco Maximiliano de Habsburgo plasmó sin darse cuenta el destino hacia el que cabalgó valiente, a pesar de las advertencias… y de los aduladores. En todo caso, siguió lo que su corazón le indicaba. Y Carlota, la princesa, era por su parte “una de las más cultas y bellas” de toda Europa. Desde niña sabía que un día se convertiría en reina, o emperatriz.
Cuando les hablaron por primera vez de ofrecerles la corona de México, ella tenía 22 años y él 28, y estaban cercados por las intrigas y ambiciones de sus hermanos. Todos tenían prisa de quitarlos del camino. Por eso, cuando un par de años más tarde la pareja recibió a una comisión diplomática oficial donde les aseguraron que México requería su presencia, fue como un cuento de hadas hecho realidad. En la imaginación de la época, el lejano país era el paraíso que había descrito el gran geógrafo Alexander von Humboldt, con sus espesas selvas y bosques, volcanes humeantes, riquísimas minas de oro y plata, playas infinitas y pájaros exóticos. “El punto de vista más peligroso, es el punto de vista de quien no ha visto el mundo”, escribió el explorador pruso, y Max lo creyó y lo vio con los ojos de su alma. Pero en México la realidad era distinta a la imaginación. Tarde se dieron cuenta de que habían caído bajo la seducción de las sirenas, especialmente una que estaba sentada en el trono de Francia, Napoleón III. El ambicioso emperador veía con disgusto la expansión de los Estados Unidos, del protestantismo y de la raza anglosajona en América.
Claro, también estaban los grandes territorios del norte de México, llenos de minas de oro, y la vaga idea de reconstruir la raza y la cultura latina en el Nuevo Mundo. Para eso, atrajo a dos marionetas a su escenario, Maximiliano y Carlota, a quienes se aseguró de que les dijeran que el pueblo mexicano les tendería una alfombra de rosas a su llegada. En sus sueños, Max y Carlota se convertían en los salvadores del antiguo imperio de Moctezuma, incapaz de gobernarse a sí mismo, a punto de la autodestrucción. Pero Maximiliano no pensaba en la conquista ni el saqueo, como su antepasado el rey Carlos I de España, sino en la recomposición del país. Tampoco es que haya pecado de arrogancia. La idea de enviar un monarca europeo a una nación americana parece indignante hoy en día, pero en ese tiempo era común que los reyes de Inglaterra, Bélgica, Grecia o Bulgaria fueran de otras nacionalidades. Aun así, Maximiliano rehusó aceptar el trono de México hasta que le mostraran pruebas de que los mexicanos estaban de acuerdo. Cuando le enseñaron un supuesto plebiscito, consintió en la peligrosa aventura.
La tragedia de Maximiliano y Carlota fue romántica y política. Para la historia oficial, la que escribieron los ganadores, son una afrenta a la independencia y símbolo de la arrogancia europea. Para las monarquías de Europa, son un recuerdo triste y vergonzosos, por el abandono, las artimañas y la traición que echaron sobre sus cabezas. El arrepentimiento llegó demasiado tarde. Los dos ya estaban muertos. Uno enterrado en su tumba; ella víctima de la locura. Es algo que Shakespeare pudo haber escrito. De ahí que su vida haya sido contada tantas veces no sólo por historiadores, sino también por dramaturgos, cineastas y novelistas.
Cuando les hablaron por primera vez de ofrecerles la corona de México, ella tenía 22 años y él 28, y estaban cercados por las intrigas y ambiciones de sus hermanos. Todos tenían prisa de quitarlos del camino. Por eso, cuando un par de años más tarde la pareja recibió a una comisión diplomática oficial donde les aseguraron que México requería su presencia, fue como un cuento de hadas hecho realidad. En la imaginación de la época, el lejano país era el paraíso que había descrito el gran geógrafo Alexander von Humboldt, con sus espesas selvas y bosques, volcanes humeantes, riquísimas minas de oro y plata, playas infinitas y pájaros exóticos. “El punto de vista más peligroso, es el punto de vista de quien no ha visto el mundo”, escribió el explorador pruso, y Max lo creyó y lo vio con los ojos de su alma. Pero en México la realidad era distinta a la imaginación. Tarde se dieron cuenta de que habían caído bajo la seducción de las sirenas, especialmente una que estaba sentada en el trono de Francia, Napoleón III. El ambicioso emperador veía con disgusto la expansión de los Estados Unidos, del protestantismo y de la raza anglosajona en América.
Claro, también estaban los grandes territorios del norte de México, llenos de minas de oro, y la vaga idea de reconstruir la raza y la cultura latina en el Nuevo Mundo. Para eso, atrajo a dos marionetas a su escenario, Maximiliano y Carlota, a quienes se aseguró de que les dijeran que el pueblo mexicano les tendería una alfombra de rosas a su llegada. En sus sueños, Max y Carlota se convertían en los salvadores del antiguo imperio de Moctezuma, incapaz de gobernarse a sí mismo, a punto de la autodestrucción. Pero Maximiliano no pensaba en la conquista ni el saqueo, como su antepasado el rey Carlos I de España, sino en la recomposición del país. Tampoco es que haya pecado de arrogancia. La idea de enviar un monarca europeo a una nación americana parece indignante hoy en día, pero en ese tiempo era común que los reyes de Inglaterra, Bélgica, Grecia o Bulgaria fueran de otras nacionalidades. Aun así, Maximiliano rehusó aceptar el trono de México hasta que le mostraran pruebas de que los mexicanos estaban de acuerdo. Cuando le enseñaron un supuesto plebiscito, consintió en la peligrosa aventura.
La tragedia de Maximiliano y Carlota fue romántica y política. Para la historia oficial, la que escribieron los ganadores, son una afrenta a la independencia y símbolo de la arrogancia europea. Para las monarquías de Europa, son un recuerdo triste y vergonzosos, por el abandono, las artimañas y la traición que echaron sobre sus cabezas. El arrepentimiento llegó demasiado tarde. Los dos ya estaban muertos. Uno enterrado en su tumba; ella víctima de la locura. Es algo que Shakespeare pudo haber escrito. De ahí que su vida haya sido contada tantas veces no sólo por historiadores, sino también por dramaturgos, cineastas y novelistas.