Había pasado mucho tiempo desde la última vez que salimos de vacaciones todos juntos. Realmente fue maravilloso poder hacerlo. Mi esposa y yo trabajamos invariablemente hasta tarde y aunque siempre estamos preocupados por el bienestar de nuestros hijos, constantemente sentimos que no les dedicamos el tiempo suficiente. Por eso, sabíamos que ese descanso y alejamiento de la rutina diaria por dos semanas nos haría muy bien a todos, especialmente a mis hijos Marissa y Rafi. Con nosotros vendrían nuestras sobrinas María de los Ángeles y Patita, y mi papá y mi mamá se nos unirían la última semana para hacer un paseo por la Ruta del Sol.
Eran aproximadamente las diez de la noche cuando ya estábamos en el carretero rumbo a la playa. Como siempre, íbamos oyendo música y conversando de los últimos acontecimientos de la semana, ocurridos tanto en nuestros trabajos como en el colegio de los chicos. El trayecto hacia nuestro destino estaba tranquilo, el tránsito era casi inexistente y supongo que como no estábamos viajando para pasar un simple fin de semana sino que nos íbamos a quedar algunos días, no llevaba la prisa que normalmente tengo; en otras palabras, no iba manejando tan rápido como siempre. El carretero lo conocía de memoria; nunca me había preocupado manejar de noche, es más, para mí siempre fue preferible viajar a esas horas ya que, cuando tenía la edad de mis hijos, mi papá, que le gustaba mucho manejar, lo hacía casi siempre en la noche.
Llevábamos aproximadamente una hora de viaje y estando en una recta larga que queda a dos kilómetros del poblado llamado Zapotal, la luz alta emitida por los faros de un vehículo grande que venía en sentido contrario me encandelilló. Como conocía perfectamente el camino mantuve mi velocidad de 85 a 90 km por hora sin apartar la vista del filo del carretero; poco a poco, y de acuerdo a la velocidad que llevábamos, nuestras luces se fueron acercando y en el mismísimo instante de cruzarse, cuando la ceguera momentánea se hace imagen....
Eran aproximadamente las diez de la noche cuando ya estábamos en el carretero rumbo a la playa. Como siempre, íbamos oyendo música y conversando de los últimos acontecimientos de la semana, ocurridos tanto en nuestros trabajos como en el colegio de los chicos. El trayecto hacia nuestro destino estaba tranquilo, el tránsito era casi inexistente y supongo que como no estábamos viajando para pasar un simple fin de semana sino que nos íbamos a quedar algunos días, no llevaba la prisa que normalmente tengo; en otras palabras, no iba manejando tan rápido como siempre. El carretero lo conocía de memoria; nunca me había preocupado manejar de noche, es más, para mí siempre fue preferible viajar a esas horas ya que, cuando tenía la edad de mis hijos, mi papá, que le gustaba mucho manejar, lo hacía casi siempre en la noche.
Llevábamos aproximadamente una hora de viaje y estando en una recta larga que queda a dos kilómetros del poblado llamado Zapotal, la luz alta emitida por los faros de un vehículo grande que venía en sentido contrario me encandelilló. Como conocía perfectamente el camino mantuve mi velocidad de 85 a 90 km por hora sin apartar la vista del filo del carretero; poco a poco, y de acuerdo a la velocidad que llevábamos, nuestras luces se fueron acercando y en el mismísimo instante de cruzarse, cuando la ceguera momentánea se hace imagen....