AQUEL GENERAL al que inmortalizaría en cierto modo A. Dumas no se recató a la hora de contar sus hazañas o su capacidad de abnegación. Suficientemente lúcido para no olvidar su condición de invasor, no podía por menos de reconocer que «la mayoría de los habitantes» se alegraría de su marcha. Pero a él parecía con¬vencerle la estima de las minorías: las autoridades civiles y eclesiásticas que por la tarde del día 31 le habían dado muestras de afecto. Al alba del día siguiente, esta contraposición de masas y élites se desvanece cuando afirma que «algunos miles de personas» –en una ciudad que podría estar en torno a los 12.000 habitantes– le es¬peraban para decirle adiós. Con seguridad Thiébault exageró la densidad humana de la despedida, sobre todo si reparamos en la circunstancia de que ocurrió en una madrugada de invierno, y también al decir que la población salmantina le «demos¬traba gran consideración». (De la Presentación de Ricardo Robledo)
«Pero por muy doloroso y muy humillante que sea este recuerdo, es necesario de¬cirlo; cuando la victoria estaba asegurada, cuando sólo quedaba rematar la derrota del enemigo, cuando las tropas, exaltadas en extremo por la habilidad de la orga¬nización, por el resultado de las cargas admirables, anhelaban luchar, deseosos de rivalizar en prodigios, algunos generales franceses se negaron a combatir. Como consecuencia de esta inconcebible rebelión, que el mariscal Masséna no tuvo la energía de castigar con un tiro en la cabeza a uno de los generales que discutían su autoridad, y por fin a consecuencia de esta constante fortuna que ha hecho del du¬que de Wellington un héroe y, a los ojos de algunos necios, un gran hombre, nues¬tras tropas se detuvieron a las puertas del éxito y retrocedieron ante la victoria.»
«Aparte de algunas bandas de guerrilleros de los que España no acaba de estar completamente limpia y que justificaban la ocupación extranjera, el país estaba en calma y yo pensaba en hacer venir a mi mujer. El ejemplo de muchos franceses, incluso de los que vivían en Madrid, y el pensamiento de que estaría en Burgos durante mucho tiempo me determinaron a ello; pero para hacer la estancia a mi querida Zozotte menos triste, decoré a la francesa y con chimeneas un hermoso apartamento en el Espolón, enfrente de la tumba que había erigido a El Cid; trans¬formé en jardincillo inglés una especie de lodazal que se encontraba detrás de la casa; en el jardín hice construir una casita cuyo frontispicio estaba formado por siete hermosos troncos con su corteza y en cuyas puntas se encontraban en fachada las siete letras del nombre de Zozotte.» (De las Memorias)
«Pero por muy doloroso y muy humillante que sea este recuerdo, es necesario de¬cirlo; cuando la victoria estaba asegurada, cuando sólo quedaba rematar la derrota del enemigo, cuando las tropas, exaltadas en extremo por la habilidad de la orga¬nización, por el resultado de las cargas admirables, anhelaban luchar, deseosos de rivalizar en prodigios, algunos generales franceses se negaron a combatir. Como consecuencia de esta inconcebible rebelión, que el mariscal Masséna no tuvo la energía de castigar con un tiro en la cabeza a uno de los generales que discutían su autoridad, y por fin a consecuencia de esta constante fortuna que ha hecho del du¬que de Wellington un héroe y, a los ojos de algunos necios, un gran hombre, nues¬tras tropas se detuvieron a las puertas del éxito y retrocedieron ante la victoria.»
«Aparte de algunas bandas de guerrilleros de los que España no acaba de estar completamente limpia y que justificaban la ocupación extranjera, el país estaba en calma y yo pensaba en hacer venir a mi mujer. El ejemplo de muchos franceses, incluso de los que vivían en Madrid, y el pensamiento de que estaría en Burgos durante mucho tiempo me determinaron a ello; pero para hacer la estancia a mi querida Zozotte menos triste, decoré a la francesa y con chimeneas un hermoso apartamento en el Espolón, enfrente de la tumba que había erigido a El Cid; trans¬formé en jardincillo inglés una especie de lodazal que se encontraba detrás de la casa; en el jardín hice construir una casita cuyo frontispicio estaba formado por siete hermosos troncos con su corteza y en cuyas puntas se encontraban en fachada las siete letras del nombre de Zozotte.» (De las Memorias)