El hombre que encabezaba la caravana desmontada; casi amarrado al guía, temeroso de perderlo; arrastraba a la hija menor de las tres que acarreaba, de apenas doce años, que lloraba y pataleaba, con vanos esfuerzos por desasirse de la férrea mano que la atenazaba, demostrando, con fiero enojo, su discrepancia con el destino anunciado. Las otras dos; de las cuáles ninguna frisaba los veinticinco, pero ambas aparentaban unos cuarenta; marchaban medio metro atrás, resoplando en silencio, tropezando a ratos, rezando por alcanzar el final de la senda. A cada una le colgaba de una mano: una maleta, y de la otra: un niño. Ambos pequeños habían aprendido recientemente sus primeros pasos.
Si todos apresuraban el paso, no era por lo que les esperaba, algo desconocido, apenas una referencia machacona del dueño, sino por sustraerse de la empapada y del agotamiento. Les urgía un respiro, imposible en el páramo.
Penetraron en los vestigios del casco de una hacienda, y se guarecieron bajo las vigas podridas y los huecos carentes de tejas, sumideros por los que se introducía el agua, formando chorros de mayor calibre que los caños del exterior. Olvidaron evaluar el sitio, porque recobrar el aliento era primordial. El guía les paseó por las ruinas, mostrando lo poco que se mantenía en pie, alabando la solidez de sus muros, asegurando que mantendrían la vertical unos veinte años más. El jefe del grupo asentía con la cabeza, no muy convencido de que el lugar merecía el precio que el pedían. Las mujeres se sentaron donde pudieron, y los niños, los tres, ignorando la lluvia, encontraron entre los cascotes suficiente material para jugar.
El dueño de la granja regresó al pueblo, con una amplia sonrisa en el semblante, y unas monedas en el bolsillo: el primer mes de alquiler por algo que jamás pensó que produciría utilidad. Anselmo, sus hijas y nietos, se acomodaron en los escombros, y fueron reparando la granja, la parte que pensaban utilizar, dejando que el resto acatase los dictados del tiempo.
La parte inferior era amplia, cocina y un salón enorme, y con tapar unos agujeros en las paredes, y algo de pintura, estuvo lista para su cometido. Arriba, las habitaciones, únicamente pedían a gritos que se tapasen los hoyos del techo, y apenas una remozada para que las paredes no enseñasen sus intimidades, y el exterior se divisase únicamente por la ventanas, y no por los huecos que semejaban troneras. Las tablas del piso soportarían un tiempo, con algunos remiendos nada elegantes, justo para no introducir un pie por una rendija.
Consiguieron muebles, no muchos y usados, en el cercano pueblo, al menor precio posible, omitiendo belleza o estilo, anteponiendo la utilidad. El viejo, tras una somera ojeada a la decoración, dio su aprobación. Ya podían ponerse a trabajar.
Pronto se corrió la voz y tuvieron visitas. No eran sociales, sino sexuales, pues Anselmo y su familia habían instalado un burdel. Nada excepcional por aquellos pagos, pero sí el más permisible y permitido, el más alejado de los ojos del pueblo y el más cercano a las minas. La clientela fue compareciendo sin que leyesen anuncio alguno, ni una señal en una senda. Lo que allí proporcionaban no necesitaba propaganda machacona, radiada o impresa, justamente ser escuchada una vez, y por el viejo método publicitario de boca a boca.
Si todos apresuraban el paso, no era por lo que les esperaba, algo desconocido, apenas una referencia machacona del dueño, sino por sustraerse de la empapada y del agotamiento. Les urgía un respiro, imposible en el páramo.
Penetraron en los vestigios del casco de una hacienda, y se guarecieron bajo las vigas podridas y los huecos carentes de tejas, sumideros por los que se introducía el agua, formando chorros de mayor calibre que los caños del exterior. Olvidaron evaluar el sitio, porque recobrar el aliento era primordial. El guía les paseó por las ruinas, mostrando lo poco que se mantenía en pie, alabando la solidez de sus muros, asegurando que mantendrían la vertical unos veinte años más. El jefe del grupo asentía con la cabeza, no muy convencido de que el lugar merecía el precio que el pedían. Las mujeres se sentaron donde pudieron, y los niños, los tres, ignorando la lluvia, encontraron entre los cascotes suficiente material para jugar.
El dueño de la granja regresó al pueblo, con una amplia sonrisa en el semblante, y unas monedas en el bolsillo: el primer mes de alquiler por algo que jamás pensó que produciría utilidad. Anselmo, sus hijas y nietos, se acomodaron en los escombros, y fueron reparando la granja, la parte que pensaban utilizar, dejando que el resto acatase los dictados del tiempo.
La parte inferior era amplia, cocina y un salón enorme, y con tapar unos agujeros en las paredes, y algo de pintura, estuvo lista para su cometido. Arriba, las habitaciones, únicamente pedían a gritos que se tapasen los hoyos del techo, y apenas una remozada para que las paredes no enseñasen sus intimidades, y el exterior se divisase únicamente por la ventanas, y no por los huecos que semejaban troneras. Las tablas del piso soportarían un tiempo, con algunos remiendos nada elegantes, justo para no introducir un pie por una rendija.
Consiguieron muebles, no muchos y usados, en el cercano pueblo, al menor precio posible, omitiendo belleza o estilo, anteponiendo la utilidad. El viejo, tras una somera ojeada a la decoración, dio su aprobación. Ya podían ponerse a trabajar.
Pronto se corrió la voz y tuvieron visitas. No eran sociales, sino sexuales, pues Anselmo y su familia habían instalado un burdel. Nada excepcional por aquellos pagos, pero sí el más permisible y permitido, el más alejado de los ojos del pueblo y el más cercano a las minas. La clientela fue compareciendo sin que leyesen anuncio alguno, ni una señal en una senda. Lo que allí proporcionaban no necesitaba propaganda machacona, radiada o impresa, justamente ser escuchada una vez, y por el viejo método publicitario de boca a boca.