Si el cine es el arte del espacio y el arte del tiempo; si el cine es el gran medio que permite representar poéticamente la experiencia humana en toda su complejidad y en toda su variedad; si esto alguna vez ha sido así, posiblemente ningún autor ha sabido, ni antes ni después, crear formas cinematográficas tan puras como las del japonés Yasujiro Ozu.
Creador de una poética diáfana y simple, Ozu cantó, de manera sigilosa, la historia de un país que se transformaba vertiginosamente, y cómo esa transformación alteraba las relaciones entre las personas, la unidad de la familia, la pérdida de los valores tradicionales. Su arte partía de capturar parcelas de la vida cotidiana para elevarlas a materia poética delicada y sensible. Ningún otro cineasta, clásico o moderno, de ayer o de hoy, ha sido capaz de crear tanta emoción y tanta belleza con tan mínimos recursos.
Reducido a su misma esencia, el cine de Ozu es el arte del instante: de los momentos inaprensibles que son capturados por la cámara, pasajeros como el recorrido de un tren, fugaces como el humo de una tetera. Los personajes de estas parábolas de lo impermanente a menudo se refugian en la soledad y el silencio; antes o después abandonan el escenario, y éste queda vacío; todas las imágenes al fin se desvanecen, pero su aroma perdura y ya no se olvida. Es tiempo de cine.
Rebasado el centenario de su nacimiento, el prestigio del cineasta no ha hecho sino incrementarse progresivamente. Si ya era frecuente encontrar sus obras en posiciones de cabeza en esas encuestas que determinan los mejores títulos y los mejores cineastas de todos los tiempos, el reconocimiento definitivo llegó en 2012, cuando un selecto grupo de profesionales encumbró Cuentos de Tokio como la mejor película de la historia del cine . Si dichas encuestas son, por lo general, discutibles, este resultado se antoja incuestionable: la obra de Ozu corona las cimas del arte cinematográfico, y allí permanecerá pues es el espacio que le pertenece por su misma esencia. Es el lugar preciso para un autor y una obra que han remontado más allá de su entorno cultural y han superado la prueba del tiempo; es el destino de la obra clásica. Nunca el cine se ha mostrado tan puro, tan intenso, tan sincero y tan esencial como en la obra del cineasta japonés.
Víctimas al fin de su propia desmesura, los cuatro gruesos volúmenes que comprendían el texto original parecían destinados a darse a conocer sólo de manera parcial y fragmentada, en forma de monografías reducidas o de artículos publicados en revistas y en obras colectivas. Publicarlo en su totalidad se antojaba, ya de entrada, como una empresa descomunal, irrealizable. A pesar de todo, en algunas ocasiones estas ideas insensatas llegan a verse materializadas. Por si fuera poco, en una edición japonesa; publicada en Tokio y en lengua española: una situación tan insólita que su autor nunca la hubiera imaginado. Y, sin embargo, “sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”, aseguraba Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho. El lector deberá decidir si el esfuerzo merecía o no la pena. Autor
Creador de una poética diáfana y simple, Ozu cantó, de manera sigilosa, la historia de un país que se transformaba vertiginosamente, y cómo esa transformación alteraba las relaciones entre las personas, la unidad de la familia, la pérdida de los valores tradicionales. Su arte partía de capturar parcelas de la vida cotidiana para elevarlas a materia poética delicada y sensible. Ningún otro cineasta, clásico o moderno, de ayer o de hoy, ha sido capaz de crear tanta emoción y tanta belleza con tan mínimos recursos.
Reducido a su misma esencia, el cine de Ozu es el arte del instante: de los momentos inaprensibles que son capturados por la cámara, pasajeros como el recorrido de un tren, fugaces como el humo de una tetera. Los personajes de estas parábolas de lo impermanente a menudo se refugian en la soledad y el silencio; antes o después abandonan el escenario, y éste queda vacío; todas las imágenes al fin se desvanecen, pero su aroma perdura y ya no se olvida. Es tiempo de cine.
Rebasado el centenario de su nacimiento, el prestigio del cineasta no ha hecho sino incrementarse progresivamente. Si ya era frecuente encontrar sus obras en posiciones de cabeza en esas encuestas que determinan los mejores títulos y los mejores cineastas de todos los tiempos, el reconocimiento definitivo llegó en 2012, cuando un selecto grupo de profesionales encumbró Cuentos de Tokio como la mejor película de la historia del cine . Si dichas encuestas son, por lo general, discutibles, este resultado se antoja incuestionable: la obra de Ozu corona las cimas del arte cinematográfico, y allí permanecerá pues es el espacio que le pertenece por su misma esencia. Es el lugar preciso para un autor y una obra que han remontado más allá de su entorno cultural y han superado la prueba del tiempo; es el destino de la obra clásica. Nunca el cine se ha mostrado tan puro, tan intenso, tan sincero y tan esencial como en la obra del cineasta japonés.
Víctimas al fin de su propia desmesura, los cuatro gruesos volúmenes que comprendían el texto original parecían destinados a darse a conocer sólo de manera parcial y fragmentada, en forma de monografías reducidas o de artículos publicados en revistas y en obras colectivas. Publicarlo en su totalidad se antojaba, ya de entrada, como una empresa descomunal, irrealizable. A pesar de todo, en algunas ocasiones estas ideas insensatas llegan a verse materializadas. Por si fuera poco, en una edición japonesa; publicada en Tokio y en lengua española: una situación tan insólita que su autor nunca la hubiera imaginado. Y, sin embargo, “sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”, aseguraba Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho. El lector deberá decidir si el esfuerzo merecía o no la pena. Autor