Marx retomó esta imagen de disolución para definir el carácter diseminador de la modernidad, define la modernidad como cuando todo lo sólido se desvanece en el aire. En la contemporaneidad se ha recurrido a este concepto plástico de modernidad, sobre todo a la certeza de su vertiginosidad, para configurar las nuevas experiencias desprendidas de las nuevas formas de diseminación capitalista. Para ahondar las consecuencias del concepto se llegó a hablar de “posmodernidad”.
La “posmodernidad” no es un concepto extraño a la modernidad, es más bien su continuidad o, si se quiere, el mismo concepto, sólo que dicho y pronunciado en una etapa tardía, crepuscular, del capitalismo. Lo que quieren decir a los que se moteja de “posmodernos” es lo mismo que quiso decir Marx, en su tiempo; apuntar sobre la precipitación de los trastrocamientos y transformaciones habidas, por el desencadenamiento de fuerzas incontrolables, que empujan como al vacío o la evaporación. Esta otra imagen análoga, de desencadenamiento de fuerzas incontrolables, se encuentra en el Fausto de Goethe. Que esta experiencia de vertiginosidad, de desvanecimiento y disolución se haya radicalizado, se debe a la marcha incontrolable de la modernidad; desencadenamiento desbocado empujado por las revoluciones científicas y tecnológicas, comunicacionales y cibernéticas, que han llevado al extremo la compulsión por el consumo desorbitado, acompañadas por la explosión de los hedonismos multifacéticos. Extraña pues, encontrar que haya gente, que se autocalifica de “marxista”, que se desgarren las vestiduras ante corrientes teóricas que hacen hincapié en los mismo que hizo Marx, en su tiempo, sólo que ahora se experimenta en formas más radicales.
Podemos llamar a esta muestra de recalcitrante conservadurismo un síntoma del carácter no sólo conservador de estas posiciones, sino hasta reaccionario y represivo. Investidos por los oropeles de revoluciones pasadas, se ungen como jueces de las instituciones consagradas y de la verdad demostrada. No se pueden aceptar veleidades, que les suenan, a estos defensores de las tradiciones institucionalizadas, como bohemias y vacías. Reclaman seriedad, que no es otra cosa que repetir el sermón de la montaña. Estos sacerdotes se escandalizan de las proposiciones de las nuevas críticas, pues no pueden aceptar lo que consideran un juego aventurero de escandalosas tesis, que hace hincapié en el desvanecimiento de lo real y la realidad. El “realismo” siempre fue una postura conservadora, que busca frenar la dinámica transformadora del tiempo. El “realismo” y el sentido común siempre fueron buenos aliados para defenderse de la incertidumbre y de la interpelación subversiva de la praxis. Que antes lo hayan hecho a nombre del orden y ahora lo hagan a nombre de la “revolución” o del paradigma teórico consagrado, no es más que la muestra de que el orden tiene varios nombres, también de que la “revolución” puede ser ordenada, asimilada al orden.
La “posmodernidad” no es un concepto extraño a la modernidad, es más bien su continuidad o, si se quiere, el mismo concepto, sólo que dicho y pronunciado en una etapa tardía, crepuscular, del capitalismo. Lo que quieren decir a los que se moteja de “posmodernos” es lo mismo que quiso decir Marx, en su tiempo; apuntar sobre la precipitación de los trastrocamientos y transformaciones habidas, por el desencadenamiento de fuerzas incontrolables, que empujan como al vacío o la evaporación. Esta otra imagen análoga, de desencadenamiento de fuerzas incontrolables, se encuentra en el Fausto de Goethe. Que esta experiencia de vertiginosidad, de desvanecimiento y disolución se haya radicalizado, se debe a la marcha incontrolable de la modernidad; desencadenamiento desbocado empujado por las revoluciones científicas y tecnológicas, comunicacionales y cibernéticas, que han llevado al extremo la compulsión por el consumo desorbitado, acompañadas por la explosión de los hedonismos multifacéticos. Extraña pues, encontrar que haya gente, que se autocalifica de “marxista”, que se desgarren las vestiduras ante corrientes teóricas que hacen hincapié en los mismo que hizo Marx, en su tiempo, sólo que ahora se experimenta en formas más radicales.
Podemos llamar a esta muestra de recalcitrante conservadurismo un síntoma del carácter no sólo conservador de estas posiciones, sino hasta reaccionario y represivo. Investidos por los oropeles de revoluciones pasadas, se ungen como jueces de las instituciones consagradas y de la verdad demostrada. No se pueden aceptar veleidades, que les suenan, a estos defensores de las tradiciones institucionalizadas, como bohemias y vacías. Reclaman seriedad, que no es otra cosa que repetir el sermón de la montaña. Estos sacerdotes se escandalizan de las proposiciones de las nuevas críticas, pues no pueden aceptar lo que consideran un juego aventurero de escandalosas tesis, que hace hincapié en el desvanecimiento de lo real y la realidad. El “realismo” siempre fue una postura conservadora, que busca frenar la dinámica transformadora del tiempo. El “realismo” y el sentido común siempre fueron buenos aliados para defenderse de la incertidumbre y de la interpelación subversiva de la praxis. Que antes lo hayan hecho a nombre del orden y ahora lo hagan a nombre de la “revolución” o del paradigma teórico consagrado, no es más que la muestra de que el orden tiene varios nombres, también de que la “revolución” puede ser ordenada, asimilada al orden.