Los seres no conocen el destino que les toca. De jóvenes todos quisieran saber si más tarde serán ricos o pobres, débiles o poderosos, felices o desgraciados. Pero a nadie le es dado saberlo por anticipado. Mientras se esté sobre esta ruta agreste que llamamos vida, queda siempre un más allá y no hay más remedio que seguir pateando, entre montes y dehesas, de venero a barbechera, con una que otra estación donde reponer las fuerzas antes de seguir andando el camino que aún queda por sufrir. Que el sino me haya deparado una vía más bien mediocre, ni tan accidentada ni tan fácil, es algo que debo agradecer. Pero con todo y ser medianamente transitable, bien pudiera llamarse descarrío, puesto que me separó de la tierra natal, de las costumbres que me apuntalaban, de los amores que me amparaban. En una palabra, me tocó ser emigrante.
Contaba don José Rubén Romero que nunca pudo prescindir de la comida mexicana, de suerte que jamás partía de viaje sin antes empacar las insustituibles tortillas. En uno de los restaurantes más emperifollados de París, sorprendió al jefe de meseros al sacar de su portafolios una resma de tortillas y pedirle que las calentara. Momentos después, aparece un altivo despensero uniformado. Tiende ceremoniosamente un paquete envuelto en fino lino de Bruselas, con el emblema del restaurante recamado en hilo de oro, y dice con la nariz en el aire: Voici vos biscuits, monsieur.
El nacionalismo a la Rubén Romero es relativamente fácil cuando se es destacado miembro del cuerpo diplomático, celebrado como novelista de primer orden —lo que sin duda fue don José— festejado y buscado para agasajos de mecenas literarios. Entonces no es difícil sonreír ante la imagen de un elegante despensero que llama biscuits a las tortillas con acento francés. En efecto, este tipo de anécdotas brotan espontáneamente de un hombre ocurrente y decidor, y que sabe, además, que el regreso al terruño no ha de tardar. Pero, ¿cuando no hay regreso? Cuando las tortillas dejan de ser esos cuerpos discoidales, aplanados, provistos de extensión, volumen, color y olor —¡sobre todo olor!— para convertirse en vaga reminiscencia, en pura entelequia, ¿qué pensar entonces? No cabe sino concluir que se es un emigrante. Casi podríamos enunciar la conclusión en lenguaje técnico: el mexicano se da cuenta de que es un emigrante cuando las tortillas pierden toda realidad corpórea y se convierten en pura idea. En estas páginas es mi propósito reunir todos los recuerdos personales que precedieron a esa irrevocable conclusión.
Contaba don José Rubén Romero que nunca pudo prescindir de la comida mexicana, de suerte que jamás partía de viaje sin antes empacar las insustituibles tortillas. En uno de los restaurantes más emperifollados de París, sorprendió al jefe de meseros al sacar de su portafolios una resma de tortillas y pedirle que las calentara. Momentos después, aparece un altivo despensero uniformado. Tiende ceremoniosamente un paquete envuelto en fino lino de Bruselas, con el emblema del restaurante recamado en hilo de oro, y dice con la nariz en el aire: Voici vos biscuits, monsieur.
El nacionalismo a la Rubén Romero es relativamente fácil cuando se es destacado miembro del cuerpo diplomático, celebrado como novelista de primer orden —lo que sin duda fue don José— festejado y buscado para agasajos de mecenas literarios. Entonces no es difícil sonreír ante la imagen de un elegante despensero que llama biscuits a las tortillas con acento francés. En efecto, este tipo de anécdotas brotan espontáneamente de un hombre ocurrente y decidor, y que sabe, además, que el regreso al terruño no ha de tardar. Pero, ¿cuando no hay regreso? Cuando las tortillas dejan de ser esos cuerpos discoidales, aplanados, provistos de extensión, volumen, color y olor —¡sobre todo olor!— para convertirse en vaga reminiscencia, en pura entelequia, ¿qué pensar entonces? No cabe sino concluir que se es un emigrante. Casi podríamos enunciar la conclusión en lenguaje técnico: el mexicano se da cuenta de que es un emigrante cuando las tortillas pierden toda realidad corpórea y se convierten en pura idea. En estas páginas es mi propósito reunir todos los recuerdos personales que precedieron a esa irrevocable conclusión.