Es una noche cualquiera de 1999 y el estrambótico 99 resplandece en la espalda del lanzador de ébano, largo como un pino, cuya piel brilla por el sudor. Calienta el brazo después de ingerir dos aspirinas y enseña la dentadura perfecta ante una efervescente fanaticada que la toma contra su andar preciso, breve y angustioso, porque sentimos angustia de la buena. Una noche más de show beisbolero de “a buty, del que ya no viene”, como decía Alejito en el gustado programa radial Alegrías de Sobremesa.
Parece una locura. No sé de dónde se buscaron un gorila gigante que Armandito, El Tintorero, se encarga de espolear, pinchazo a pinchazo, y su gente corea al compás de los pinchazos. Le gritan improperios. Eres una mona. Mona, ahora te vamos a caer a batazos. Y él ríe a mandíbula batiente, dueño de la escena. De vez en cuando se pasa la mano derecha por debajo de la cremallera, para rascarse y decir muchísimas cosas sin soltar palabra alguna, solo eso, una rascadura y la abierta sonrisa. Entonces la gente enfurece, se descontrola. Suenan sirenas y tambores capitalinos, acompañados de la trompeta pinareña, aquella que Filingo elevó a la categoría de insignia.
Parece una locura. No sé de dónde se buscaron un gorila gigante que Armandito, El Tintorero, se encarga de espolear, pinchazo a pinchazo, y su gente corea al compás de los pinchazos. Le gritan improperios. Eres una mona. Mona, ahora te vamos a caer a batazos. Y él ríe a mandíbula batiente, dueño de la escena. De vez en cuando se pasa la mano derecha por debajo de la cremallera, para rascarse y decir muchísimas cosas sin soltar palabra alguna, solo eso, una rascadura y la abierta sonrisa. Entonces la gente enfurece, se descontrola. Suenan sirenas y tambores capitalinos, acompañados de la trompeta pinareña, aquella que Filingo elevó a la categoría de insignia.