JOSÉ MARÍA DE PEREDA (1833-1906), nació en Polanco, provincia de Santander, en el seno de una familia hidalga, en la que reina un ambiente patriarcal, del más estricto catolicismo, y que cuenta con 22 hijos, de los cuales el escritor será el último. En 1840, el clan se traslada a la capital de provincia, donde Pereda cursará estudios secundarios. En 1852, con objeto de preparar el ingreso en la Academia de artillería de Segovia, se traslada a Madrid. No obstante, la literatura le atrae más que las matemáticas y en 1854 escribe su primera obra, una comedia en un acto titulada “La fortuna en un sombrero”. Su popularidad llegará en 1864, con la publicación de “Escenas montañesas”. Tras la revolución del 68 se hace carlista e inicia una intensa actividad política. Obtiene el acta de diputado por Cabuérniga en la primera legislatura de Amadeo de Saboya. El suicidio de su hijo primogénito debió minar su voluntad y en 1896 da por terminada su carrera literaria y política. A pesar de ello, al año siguiente lee su discurso de ingreso en la Real Academia y en 1903 se le concede la gran cruz de Alfonso XII. Recluido en su casa de Santander, muere el 1 de marzo de 1906.
“Peñas arriba” (1895), en esta novela exalta Pereda lo popular con el propósito de defender las tradiciones eternas frente al empuje destructor de la civilización. Propone la evasión hacia parajes perdidos en las montañas, adoptando usos y costumbres en íntimo contacto con la naturaleza. Pereda vivía en un mundo atemporal, en el que ningún personaje se debate con la duda ni es afectado por las contradicciones de la época. Es el paisaje lo que acaba absorbiendo lo humano y la acción novelesca. En palabras de Fernández-Cordero, se trata de “la culminación en letra impresa de los sentimientos cristianos y patriarcales de Pereda”.
“Peñas arriba” (1895), en esta novela exalta Pereda lo popular con el propósito de defender las tradiciones eternas frente al empuje destructor de la civilización. Propone la evasión hacia parajes perdidos en las montañas, adoptando usos y costumbres en íntimo contacto con la naturaleza. Pereda vivía en un mundo atemporal, en el que ningún personaje se debate con la duda ni es afectado por las contradicciones de la época. Es el paisaje lo que acaba absorbiendo lo humano y la acción novelesca. En palabras de Fernández-Cordero, se trata de “la culminación en letra impresa de los sentimientos cristianos y patriarcales de Pereda”.