En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.» Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios. Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo, recuerdo la ciudad, que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma
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