Alguien alguna vez dijo que si perdiéramos la confianza en aquel otro conductor que viene en sentido contrario al nuestro, no podríamos siquiera salir a la calle.
De eso trata precisamente esta obra: de lo artificial de nuestras creencias, de la frágil ilusión en la suficiencia y la habilidad de desconocidos a bordo de pesadas máquinas de metal para los que no somos más que tenues montones de carne y huesos.
Lima, la capital del Perú, es una ciudad en la que se presentan los más altos índices de accidentes automovilísticos de la región. Hay quienes lo consideran un efecto del desorden y la proliferación de vehículos de todo tipo en sus calles. Pero en lo que se refiere a las víctimas directas sí hay consenso: las causas de sus desgracias son, por lo general, responsabilidades compartidas. En la imprudencia, los peatones compiten con los conductores.
En Prohibido adelantar, Gonzalo Castro lleva al extremo este otro dicho clásico en el país: conducir en Lima es una agonía lenta. Con frecuencia, para los personajes de las historias esta frase se materializa en la camilla de una sala de hospital, en la incómoda silla de una comisaría o entre los frascos de formol de la morgue. «Lima no es la capital de la gastronomía: es la capital de los accidentes de tránsito» advierte el autor desde la primera página del libro y es el mantra vergonzoso que se nos viene a la cabeza en cada línea.
Quizá lo más preocupante es que los relatos están basados en casos reales, concretos, que alguna vez ocurrieron y en los que Gonzalo Castro participó de alguna manera como un espectador de dudoso privilegio: narrarlos, darles una secuencia e imaginar lo que pudieron pensar los protagonistas en el trance del accidente de tránsito ha sido una forma de explicar una realidad que diariamente se diluye en cada metro recorrido sobre el pavimento.
Lo que se lee en estas páginas no es morbo: es una conjura del azar que nos rodea cada vez que salimos de nuestros hogares.
De eso trata precisamente esta obra: de lo artificial de nuestras creencias, de la frágil ilusión en la suficiencia y la habilidad de desconocidos a bordo de pesadas máquinas de metal para los que no somos más que tenues montones de carne y huesos.
Lima, la capital del Perú, es una ciudad en la que se presentan los más altos índices de accidentes automovilísticos de la región. Hay quienes lo consideran un efecto del desorden y la proliferación de vehículos de todo tipo en sus calles. Pero en lo que se refiere a las víctimas directas sí hay consenso: las causas de sus desgracias son, por lo general, responsabilidades compartidas. En la imprudencia, los peatones compiten con los conductores.
En Prohibido adelantar, Gonzalo Castro lleva al extremo este otro dicho clásico en el país: conducir en Lima es una agonía lenta. Con frecuencia, para los personajes de las historias esta frase se materializa en la camilla de una sala de hospital, en la incómoda silla de una comisaría o entre los frascos de formol de la morgue. «Lima no es la capital de la gastronomía: es la capital de los accidentes de tránsito» advierte el autor desde la primera página del libro y es el mantra vergonzoso que se nos viene a la cabeza en cada línea.
Quizá lo más preocupante es que los relatos están basados en casos reales, concretos, que alguna vez ocurrieron y en los que Gonzalo Castro participó de alguna manera como un espectador de dudoso privilegio: narrarlos, darles una secuencia e imaginar lo que pudieron pensar los protagonistas en el trance del accidente de tránsito ha sido una forma de explicar una realidad que diariamente se diluye en cada metro recorrido sobre el pavimento.
Lo que se lee en estas páginas no es morbo: es una conjura del azar que nos rodea cada vez que salimos de nuestros hogares.