D ORABAN los primeros rayos del sol las cumbres de Sierra Nevada cuando, próximos á empezar á escribir este viaje, quisimos gozar por última vez de la frescura que respiran las alamedas del Generalife y de la Alhambra. Apoderóse de nosotros una dulce melancolía, y no tardamos en dejar por veredas ocultas y solitarias los caminos deliciosos en que se confunden con el murmullo de las aguas los suspiros del viento entre los árboles. Llegamos involuntariamente al pié de la torre del Agua: nos detuvimos, contemplamos de nuevo aquel sombrío paisage donde no se destacan sobre el azul del cielo mas que torres silenciosas coronadas de almenas, y sentimos por instantes latir precipitadamente el corazon y concentrarse el alma en la tristeza. Un viajero no menos entusiasta, á quien servimos de guia en todas nuestras escursiones, estaba sentado á poca distancia de nosotros entre las ruinas de la torre: levantó la cabeza, pronunció algunas palabras que solo vimos errar entre sus labios, y volvió á caer en una meditacion profunda. Nos acercamos á él, y entonces dijo: «¿Os conmueve mi dolor? ¡Ah! veo que brotan tambien lágrimas de vuestros ojos: teneis corazon y me comprendereis. He recorrido muchos paises, y no he visto una ciudad como Granada.
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