En su texto, Una historia de la lectura, Alberto Manguel, retoma una situación que vivió el antropólogo Claude Lévi Strauss en las selvas de Brasil con los aborígenes Nambikwara.
Los indígenas al verlo escribir, tomaron su lápiz y papel de manera intempestiva, lo llenaron de garabatos, produciendo líneas que imitaban sus letras y luego le pidieron que les "leyera" lo que
acababan de escribir. Los Nambikwara esperaban que sus garabatos fuesen perceptibles para el etnólogo como los que escribía él mismo. La anécdota nos sirve para ilustrar muy bien aquella
misteriosa pulsión creativa que anida en los seres humanos y que nos aguijonea constantemente para sacar y expresar lo que llevamos dentro. Bien sea desde el universo de las imágenes, los
jeroglíficos o la escritura, la naturaleza del ser humano parece dueña de una vocación comunicacional desde el origen de los tiempos. La palabra inaugura mundos, pero también recrea y reinventa,
de ahí su carácter permanentemente fundacional.
Así como el infante que raya las paredes de su cuarto con un crayón en un intento por expresar su naciente visión del mundo y entorno de vida, el novel escritor, una vez descubre las posibilidades creativas y narrativas de su oficio, se reconoce así mismo como el lazarillo de su propia aventura y se adentra con más temores que certezas, en un viaje maravilloso, pero al mismo tiempo azaroso, del cual ya nunca querrá escapar.
Los indígenas al verlo escribir, tomaron su lápiz y papel de manera intempestiva, lo llenaron de garabatos, produciendo líneas que imitaban sus letras y luego le pidieron que les "leyera" lo que
acababan de escribir. Los Nambikwara esperaban que sus garabatos fuesen perceptibles para el etnólogo como los que escribía él mismo. La anécdota nos sirve para ilustrar muy bien aquella
misteriosa pulsión creativa que anida en los seres humanos y que nos aguijonea constantemente para sacar y expresar lo que llevamos dentro. Bien sea desde el universo de las imágenes, los
jeroglíficos o la escritura, la naturaleza del ser humano parece dueña de una vocación comunicacional desde el origen de los tiempos. La palabra inaugura mundos, pero también recrea y reinventa,
de ahí su carácter permanentemente fundacional.
Así como el infante que raya las paredes de su cuarto con un crayón en un intento por expresar su naciente visión del mundo y entorno de vida, el novel escritor, una vez descubre las posibilidades creativas y narrativas de su oficio, se reconoce así mismo como el lazarillo de su propia aventura y se adentra con más temores que certezas, en un viaje maravilloso, pero al mismo tiempo azaroso, del cual ya nunca querrá escapar.