Nacionalista moderado vasco, Ander Solorzabal es un afamado pintor de gran prestigio internacional pero del que recelan muchos de sus conciudadanos del pequeño pueblo guipuzcoano de Zumaia por discrepar públicamente de las ideas de los más radicales. A su muerte, su viuda, Clotilde, una autodidacta, decide abandonar la familia -sus dos hijos, sus nueras, sus tres nietos- y emprender la aventura exterior con la herencia del marido pero sin apenas recursos intelectuales y conocimiento de lenguas extranjeras. Ella, que desde muy joven fue el gran amor del artista, tiene un sexto sentido para las cosas, como él le confiesa a menudo. Llegada a la viudez sigue su consejo: alejarse un día, con gran pena, de esa tierra que tanto amaron los dos ante la necesidad de liberarse de la asfixia de unas ideas que jamás compartieron.
Clotilde, de origen castellano, decide abandonar Zumaia a pesar de la fuerte oposición de los hijos y las reprobaciones y murmullos de los lugareños. Esta mujer de 60 años compra un vehículo y recorre el mundo de extremo a extremo: Europa, Estados Unidos, Suramérica, Australia…Morirá en Finlandia, pero no sin antes haber encontrado su segundo gran amor en Buenos Aires (un poeta de renombre, que se encuentra gravemente enfermo) y añorando hasta el último suspiro la belleza de Zumaia y de las aguas cántabras donde la familia esparcirá, frente a la playa de Santiago, sus cenizas por expreso deseo suyo.
La novela tiene un segundo protagonista: Asier Solorzabal, el menor del primogénito de la anciana Clotilde. Sin apenas formación y recién terminado el bachillerato, el joven se sumergirá sin conciencia ni lecturas previas en el mundo de la violencia callejera por puro placer y luego en la militancia de ETA. Asier será detenido más tarde y condenado a 15 años de prisión por un atentado terrorista en Francia en el que participa pero sin ser el autor de la muerte de uno de los gendarmes. La familia corta lazos con él y él con ella. El periodo de reclusión en la prisión de Zuera le permitirá gradualmente reflexionar sobre la incoherencia del mundo de los violentos y desmarcarse de la banda a raíz del atentado en el aeropuerto de Barajas en plena tregua etarra. Cumplidos dos tercios de su condena se sumará en la cárcel de Nanclares, al igual que otros etarras más veteranos, al movimiento de abandono de la organización y al arrepentimiento personal. No le resultará fácil su nueva conducta y sí muchos sinsabores. En sus intentos por desmarcarse del terrorismo contactará con algunos familiares de asesinados por la banda, entre ellos el de una joven médica que cuando era muy niña presenció el asesinato del padre durante el almuerzo. No encontrará el perdón ciudadano, pero su repudio a toda clase de violencia le permitirá reiniciar una nueva vida. “Pedir perdón, Asier, es relativamente sencillo porque basta con manifestarlo. Lograrlo es algo más complicado”, le confiesa el psicólogo de la prisión de Nanclares. “Nos llevará muchos años a los vascos llevar hasta el fondo la reconciliación. Pero si no lo conseguimos esta sociedad no podrá ser libre ni vivir en paz como se merece”, agrega el funcionario mientras el todavía joven (33 años) ex terrorista sale a la calle en busca de sus años perdidos.
Clotilde, de origen castellano, decide abandonar Zumaia a pesar de la fuerte oposición de los hijos y las reprobaciones y murmullos de los lugareños. Esta mujer de 60 años compra un vehículo y recorre el mundo de extremo a extremo: Europa, Estados Unidos, Suramérica, Australia…Morirá en Finlandia, pero no sin antes haber encontrado su segundo gran amor en Buenos Aires (un poeta de renombre, que se encuentra gravemente enfermo) y añorando hasta el último suspiro la belleza de Zumaia y de las aguas cántabras donde la familia esparcirá, frente a la playa de Santiago, sus cenizas por expreso deseo suyo.
La novela tiene un segundo protagonista: Asier Solorzabal, el menor del primogénito de la anciana Clotilde. Sin apenas formación y recién terminado el bachillerato, el joven se sumergirá sin conciencia ni lecturas previas en el mundo de la violencia callejera por puro placer y luego en la militancia de ETA. Asier será detenido más tarde y condenado a 15 años de prisión por un atentado terrorista en Francia en el que participa pero sin ser el autor de la muerte de uno de los gendarmes. La familia corta lazos con él y él con ella. El periodo de reclusión en la prisión de Zuera le permitirá gradualmente reflexionar sobre la incoherencia del mundo de los violentos y desmarcarse de la banda a raíz del atentado en el aeropuerto de Barajas en plena tregua etarra. Cumplidos dos tercios de su condena se sumará en la cárcel de Nanclares, al igual que otros etarras más veteranos, al movimiento de abandono de la organización y al arrepentimiento personal. No le resultará fácil su nueva conducta y sí muchos sinsabores. En sus intentos por desmarcarse del terrorismo contactará con algunos familiares de asesinados por la banda, entre ellos el de una joven médica que cuando era muy niña presenció el asesinato del padre durante el almuerzo. No encontrará el perdón ciudadano, pero su repudio a toda clase de violencia le permitirá reiniciar una nueva vida. “Pedir perdón, Asier, es relativamente sencillo porque basta con manifestarlo. Lograrlo es algo más complicado”, le confiesa el psicólogo de la prisión de Nanclares. “Nos llevará muchos años a los vascos llevar hasta el fondo la reconciliación. Pero si no lo conseguimos esta sociedad no podrá ser libre ni vivir en paz como se merece”, agrega el funcionario mientras el todavía joven (33 años) ex terrorista sale a la calle en busca de sus años perdidos.