Con la contundencia del gran escritor y la concisión del extraordinario periodista que era, Domingo Faustino Sarmiento sintetizó hacia 1874, desde la serenidad de su casita del delta de Tigre, cuando concluía su trascendental presidencia, los rasgos de su esforzado tránsito terreno: “Nacido en la pobreza, creado en la lucha por la existencia, endurecido a todas las fatigas, he labrado, como las orugas, mi tosco capullo. Acometí todo lo que creí bueno. Hice la guerra a la barbarie y a los caudillos en nombre de ideas sanas y realizables. Llamado a ejecutar mi programa, si bien todas mis promesas no fueron cumplidas, avancé sobre todo lo conocido hasta aquí en esta parte de América. Dejo por herencia millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías de ferrocarril el territorio, como cubiertos los ríos, para que todos participen del festín de la vida del que yo gocé sólo a hurtadillas. Sin fortuna, que nunca codicié, porque era bagaje pesado para la incesante pugna, espero una buena muerte corporal”. Lo aguardaban aún intensas batallas en favor de la educación y el desarrollo moral y material de la Argentina antes de que le llegase ese final sereno a los setenta y siete años de edad, en la acogedora tierra del Paraguay.
Miguel Ángel De Marco emplea su probidad de historiador y su destreza como biógrafo para ofrecer una luminosa biografía de quien puede ser llamado con justicia maestro de América y constructor de la Nación Argentina.