Llamamiento del Gobierno del Reich al Pueblo Aleman
(1 de febrero de 1933)
Más de 14 años han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán, deslumbrado por promesas que le llegaban del interior y del exterior, lo perdió todo al dejar caer en el olvido los más excelsos bienes de nuestro pasado: la unidad, el honor y la libertad.
Desde aquel día en que la traición se impuso, el Todopoderoso ha mantenido apartada de nuestro pueblo su bendición. La discordia y el odio hicieron su entrada. Millones y millones de alemanes pertenecientes a todas las clases sociales, hombres y mujeres, lo mejor de nuestro pueblo, ven con desolación profunda cómo la unidad de la nación se debilita y se disuelve en el tumulto de las opiniones políticas egoístas, de los intereses económicos y de los conflictos doctrinarios.
Como tantas otras veces en el curso de nuestra historia, Alemania ofrece desde el día de la Revolución un cuadro de discordia desolador. La igualdad y la fraternidad prometidas no llegaron nunca, pero en cambio perdimos la libertad. A la pérdida de unidad espiritual, de la voluntad colectiva de nuestro pueblo, siguió la pérdida de su posición política en el mundo.
Calurosamente convencidos de que el pueblo alemán acudió en 1914 a la gran contienda sin la menor noción de haberla provocado, antes bien movido por la única preocupación de defender la nación atacada, la libertad y la existencia de sus habitantes, vemos en el terrible destino que nos persigue desde noviembre de 1918 la consecuencia exclusiva de nuestra decadencia interna. Pero el resto del mundo se encuentra asimismo conmovido desde entonces por crisis no menos graves. El equilibrio histórico de fuerzas, que en el pasado contribuyó no poco a revelar la necesidad de una interna solidaridad entre las naciones, con toda las felices consecuencias económicas que de ella resultan, ha sido roto.
La idea ilusoria de vencedores y vencidos destruye la confianza de nación a nación y, con ello, la economía del mundo. Nuestro pueblo se halla sumido en la más espantosa miseria.
A los millones de sin trabajo y hambrientos del proletariado industrial, sigue la ruina de toda la clase media y de los pequeños industriales y comerciantes. Si esta decadencia llega a apoderarse también por completo de la clase campesina, la magnitud de la catástrofe será incalculable. No se tratará entonces únicamente de la ruina de un Estado, sino de la pérdida de un conjunto de los más altos bienes de la cultura y la civilización, acumulados en el curso de dos milenios.
Amenazadores surgen en torno a nosotros los signos que anuncian la consumación de esta decadencia. En un esfuerzo supremo de voluntad y de violencia trata el comunismo, con sus métodos inadecuados, de envenenar y disolver definitivamente el espíritu del pueblo, desarraigado y perturbado ya en lo más íntimo de su ser, para llevarlo de este modo a tiempos que, comparados con las promesas de los actuales predicadores comunistas, habrían de resultar mucho peores todavía que no lo fue la época que acabamos de atravesar en relación con las promesas de los mismos apóstoles en 1918.
Empezando por la familia y hasta llegar a los eternos fundamentos de nuestra moral y de nuestra fe, pasando por los conceptos de honor y fidelidad, pueblo y patria, cultura y riqueza, nada hay que sea respetado por esta idea exclusivamente negativa y destructora. 14 años de marxismo han llevado a Alemania a la ruina. Un año de bolchevismo significaría su destrucción. Los centros de cultura más ricos y más ilustres del mundo quedarían convertidos en un caos. Los males mismos de los últimos 15 años no podrían ser comparados con la desolación de una Europa en cuyo corazón hubiese sido levantada la barbarie roja de la destrucción. Los millares de heridos, los incontables muertos que esta guerra interior han costado hasta hoy a Alemania, pueden ser considerados como el relámpago que presagia la tormenta cercana.
(1 de febrero de 1933)
Más de 14 años han transcurrido desde el infortunado día en que el pueblo alemán, deslumbrado por promesas que le llegaban del interior y del exterior, lo perdió todo al dejar caer en el olvido los más excelsos bienes de nuestro pasado: la unidad, el honor y la libertad.
Desde aquel día en que la traición se impuso, el Todopoderoso ha mantenido apartada de nuestro pueblo su bendición. La discordia y el odio hicieron su entrada. Millones y millones de alemanes pertenecientes a todas las clases sociales, hombres y mujeres, lo mejor de nuestro pueblo, ven con desolación profunda cómo la unidad de la nación se debilita y se disuelve en el tumulto de las opiniones políticas egoístas, de los intereses económicos y de los conflictos doctrinarios.
Como tantas otras veces en el curso de nuestra historia, Alemania ofrece desde el día de la Revolución un cuadro de discordia desolador. La igualdad y la fraternidad prometidas no llegaron nunca, pero en cambio perdimos la libertad. A la pérdida de unidad espiritual, de la voluntad colectiva de nuestro pueblo, siguió la pérdida de su posición política en el mundo.
Calurosamente convencidos de que el pueblo alemán acudió en 1914 a la gran contienda sin la menor noción de haberla provocado, antes bien movido por la única preocupación de defender la nación atacada, la libertad y la existencia de sus habitantes, vemos en el terrible destino que nos persigue desde noviembre de 1918 la consecuencia exclusiva de nuestra decadencia interna. Pero el resto del mundo se encuentra asimismo conmovido desde entonces por crisis no menos graves. El equilibrio histórico de fuerzas, que en el pasado contribuyó no poco a revelar la necesidad de una interna solidaridad entre las naciones, con toda las felices consecuencias económicas que de ella resultan, ha sido roto.
La idea ilusoria de vencedores y vencidos destruye la confianza de nación a nación y, con ello, la economía del mundo. Nuestro pueblo se halla sumido en la más espantosa miseria.
A los millones de sin trabajo y hambrientos del proletariado industrial, sigue la ruina de toda la clase media y de los pequeños industriales y comerciantes. Si esta decadencia llega a apoderarse también por completo de la clase campesina, la magnitud de la catástrofe será incalculable. No se tratará entonces únicamente de la ruina de un Estado, sino de la pérdida de un conjunto de los más altos bienes de la cultura y la civilización, acumulados en el curso de dos milenios.
Amenazadores surgen en torno a nosotros los signos que anuncian la consumación de esta decadencia. En un esfuerzo supremo de voluntad y de violencia trata el comunismo, con sus métodos inadecuados, de envenenar y disolver definitivamente el espíritu del pueblo, desarraigado y perturbado ya en lo más íntimo de su ser, para llevarlo de este modo a tiempos que, comparados con las promesas de los actuales predicadores comunistas, habrían de resultar mucho peores todavía que no lo fue la época que acabamos de atravesar en relación con las promesas de los mismos apóstoles en 1918.
Empezando por la familia y hasta llegar a los eternos fundamentos de nuestra moral y de nuestra fe, pasando por los conceptos de honor y fidelidad, pueblo y patria, cultura y riqueza, nada hay que sea respetado por esta idea exclusivamente negativa y destructora. 14 años de marxismo han llevado a Alemania a la ruina. Un año de bolchevismo significaría su destrucción. Los centros de cultura más ricos y más ilustres del mundo quedarían convertidos en un caos. Los males mismos de los últimos 15 años no podrían ser comparados con la desolación de una Europa en cuyo corazón hubiese sido levantada la barbarie roja de la destrucción. Los millares de heridos, los incontables muertos que esta guerra interior han costado hasta hoy a Alemania, pueden ser considerados como el relámpago que presagia la tormenta cercana.