Elías de Aldana nunca había olvidado las palabras oídas de niño en boca de su padre, pero la obsesión por conocer el mundo que se abría tras las fronteras de la Tierra de Ayala pudo más que todas las ataduras que le unían a su tierra y a su hogar. En Burgos le aguardaba Guzmán Manrique, su maestro y valedor, quien, fiel a sus promesas, le brindó su casa, su familia y su ayuda, confiado en poder procurarle un futuro digno en una ciudad que en aquellas ultimas décadas del siglo XV se recuperaba poco a poco de largos años de guerras, hambrunas y pestes que, al igual que a toda Castilla, la habían sumido en una penosa crisis. La vida en la Cabeza de Castilla no fue la esperada por ambos. Y nada ni nadie, ni siquiera los consejos del viejo mercader, pudieron conseguir que Elías de Aldama, a quien todos pronto conocieron como El Ayales, renunciara a un destino que parecía condenarle a permanecer por mucho tiempo lejos, tan lejos de Ayala.
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