José María Cantilo ha escrito un libro memorable: es el adjetivo que mejor conviene a esta creación literaria entrañable, prosa íntima nacida del interior sustancioso del autor y comunicada con su característico estilo pulido, elegante y amable. Tiene un nivel informativo y testimonial que aviva y enriquece memorias propias y ajenas. El resultado es una entrega confiada y afectuosa de vivencias, experiencias y opiniones personales, al modo de esos apetecibles cuadernos de viajeros inquietos y curiosos, que de tanto alimentarlos con letras y recuerdos terminan transformándose en biografía.
El título elegido no deja lugar a duda de que el tema central es la ópera, componente y condimento fundamental a lo largo de no menos de seis décadas de vida del autor. El registro de títulos, teatros e intérpretes que José María conoció personalmente es apabullante; se mencionan más de cien óperas diferentes, una cincuentena de teatros y se despliega un vuelo de cantantes que decola con Schipa y Gigli, asciende y toma velocidad en contacto con las gargantas líricas más famosas de la segunda mitad del siglo XX y va aterrizando –solo por exigencias de hacer escala en este libro, no porque el vuelo haya concluido- con las voces emergentes de nuestros días. Como escribía hace unos años Jean Pierre Rémy “¿qué otra cosa podemos hacer, si durante una década hemos escuchado voces nuevas que hemos aprendido a amar y de las que tenemos ganas de hablar, mientras que otras, desaparecidas hace tiempo, siguen palpitando en nosotros?” Página a página hace desfilar directores y cantantes tratados con esmero documental y sumo respeto, incluso en los casos en que no es posible disimular la crítica. Algunas voces históricas, como la Supervía, Tamagno o Gardel, le fueron conocidas solamente a través de viejas placas de una cara; pero la gran mayoría fue escuchada personal y atentamente a lo largo de itinerarios circunstanciales o de repetidos peregrinajes de admirador, en muchos casos con contactos que trascendieron los límites del teatro.
A pesar del tono afectuoso y equilibrado que se desprende del texto, del humor que lo salpimenta aquí y allá, y de la intención del autor –correctísimo diplomático en todas sus actitudes- de no dar lugar a favoritismos, críticas y deméritos, Cantilo no oculta ciertas preferencias e indiferencias que resultan consustanciales a todo operómano que se precie de tal. No sólo porque conozco las predilecciones líricas de José María sino también porque ellas se cuelan más o menos veladamente en el texto, hago notar su debilidad cuasi idolátrica por Bellini como compositor, Claudio Abbado como director, La Fenice como sala favorita y Alfredo Kraus y Edita Gruberová como modelos belcantísticos. En un todo de acuerdo con los operistas italianos del romanticismo, José María ve la ópera como espacio/tiempo primordial del canto, ámbito de seducción ideal para toda voz que sea capaz de frasear, arpegiar, filar, conmover y extasiar.
En resumen, desde las primeras líneas queda en claro que este libro es, definitivamente, la obra de un amante un amante obsesivo de la ópera -´fanático´, según su propia definición-, pero al mismo tiempo advierto que no es celoso y que, como liberal de espíritu amplio, acepta compartirla con todos los que se animen a cortejarla. Porque sabe que la ópera es una forma musical tan cautivante y seductora como Helena de Troya y que, así como lo fue ella, sigue siendo capaz de satisfacer amores y odios sin límites ni exclusividades.
El título elegido no deja lugar a duda de que el tema central es la ópera, componente y condimento fundamental a lo largo de no menos de seis décadas de vida del autor. El registro de títulos, teatros e intérpretes que José María conoció personalmente es apabullante; se mencionan más de cien óperas diferentes, una cincuentena de teatros y se despliega un vuelo de cantantes que decola con Schipa y Gigli, asciende y toma velocidad en contacto con las gargantas líricas más famosas de la segunda mitad del siglo XX y va aterrizando –solo por exigencias de hacer escala en este libro, no porque el vuelo haya concluido- con las voces emergentes de nuestros días. Como escribía hace unos años Jean Pierre Rémy “¿qué otra cosa podemos hacer, si durante una década hemos escuchado voces nuevas que hemos aprendido a amar y de las que tenemos ganas de hablar, mientras que otras, desaparecidas hace tiempo, siguen palpitando en nosotros?” Página a página hace desfilar directores y cantantes tratados con esmero documental y sumo respeto, incluso en los casos en que no es posible disimular la crítica. Algunas voces históricas, como la Supervía, Tamagno o Gardel, le fueron conocidas solamente a través de viejas placas de una cara; pero la gran mayoría fue escuchada personal y atentamente a lo largo de itinerarios circunstanciales o de repetidos peregrinajes de admirador, en muchos casos con contactos que trascendieron los límites del teatro.
A pesar del tono afectuoso y equilibrado que se desprende del texto, del humor que lo salpimenta aquí y allá, y de la intención del autor –correctísimo diplomático en todas sus actitudes- de no dar lugar a favoritismos, críticas y deméritos, Cantilo no oculta ciertas preferencias e indiferencias que resultan consustanciales a todo operómano que se precie de tal. No sólo porque conozco las predilecciones líricas de José María sino también porque ellas se cuelan más o menos veladamente en el texto, hago notar su debilidad cuasi idolátrica por Bellini como compositor, Claudio Abbado como director, La Fenice como sala favorita y Alfredo Kraus y Edita Gruberová como modelos belcantísticos. En un todo de acuerdo con los operistas italianos del romanticismo, José María ve la ópera como espacio/tiempo primordial del canto, ámbito de seducción ideal para toda voz que sea capaz de frasear, arpegiar, filar, conmover y extasiar.
En resumen, desde las primeras líneas queda en claro que este libro es, definitivamente, la obra de un amante un amante obsesivo de la ópera -´fanático´, según su propia definición-, pero al mismo tiempo advierto que no es celoso y que, como liberal de espíritu amplio, acepta compartirla con todos los que se animen a cortejarla. Porque sabe que la ópera es una forma musical tan cautivante y seductora como Helena de Troya y que, así como lo fue ella, sigue siendo capaz de satisfacer amores y odios sin límites ni exclusividades.