Extrato:
A priori, Dios era huérfano, de padre y de madre. No conocía el calor, ni la suavidad de un seno ensanchado. No sabía que un beso podía curar una rodilla raspada, que una caricia podía detener las grandes lágrimas que ocasionan los sustos nocturnos. Nunca se había cobijado en el abrazo materno. Nadie le había dicho: mi bebé, mi amor, mi vida; menos: eres el bebé más hermoso jamás concebido. Dios era definitivamente huérfano de padre y de madre. Nada de proyectos de educación en grandes colegios donde sería un alumno brillante; nada de regaños por ser un niño travieso, acompañados de recomendaciones paternales sobre el bien y el mal; nada de heredar el negocio, orgullo de la familia. No iba a conocer ni la amistad ni el amor ni la pasión. Pero lo más trágico de esta trágica situación, es que nadie iba a añorarlo, ni a llorarlo. Dios no iba morir, no tendría velorio con ruidosas lloronas, todas vestidas de blanco o de negro o de amarillo o de violeta. Nada de coronas de crisantemos, nada de cruz de cempasúchil, nada de velas olorosas o de copales perfumados, nada de músicos, de discursos, de banquetes o de pira memorable. Nada de seres queridos para extrañarlo y recordar sus hazañas reales o inventadas; ni tampoco un sacristán para echarle algo de agua bendita o un brujo canturreando con sahumerio el mágico ¡sésamo ábrete! para acceder al temible más allá, ni un borracho extraviado o un perro curioseando. Nadie. Dios estaba solo por los siglos de los siglos, definitivamente solo, con el privilegio insigne de llamarse Dios.
A priori, Dios era huérfano, de padre y de madre. No conocía el calor, ni la suavidad de un seno ensanchado. No sabía que un beso podía curar una rodilla raspada, que una caricia podía detener las grandes lágrimas que ocasionan los sustos nocturnos. Nunca se había cobijado en el abrazo materno. Nadie le había dicho: mi bebé, mi amor, mi vida; menos: eres el bebé más hermoso jamás concebido. Dios era definitivamente huérfano de padre y de madre. Nada de proyectos de educación en grandes colegios donde sería un alumno brillante; nada de regaños por ser un niño travieso, acompañados de recomendaciones paternales sobre el bien y el mal; nada de heredar el negocio, orgullo de la familia. No iba a conocer ni la amistad ni el amor ni la pasión. Pero lo más trágico de esta trágica situación, es que nadie iba a añorarlo, ni a llorarlo. Dios no iba morir, no tendría velorio con ruidosas lloronas, todas vestidas de blanco o de negro o de amarillo o de violeta. Nada de coronas de crisantemos, nada de cruz de cempasúchil, nada de velas olorosas o de copales perfumados, nada de músicos, de discursos, de banquetes o de pira memorable. Nada de seres queridos para extrañarlo y recordar sus hazañas reales o inventadas; ni tampoco un sacristán para echarle algo de agua bendita o un brujo canturreando con sahumerio el mágico ¡sésamo ábrete! para acceder al temible más allá, ni un borracho extraviado o un perro curioseando. Nadie. Dios estaba solo por los siglos de los siglos, definitivamente solo, con el privilegio insigne de llamarse Dios.