Escribir sobre poesía es hacer poesía. Sólo los poetas entendemos, escribimos y hablamos de poesía, como los carpinteros hablan de maderas, barnices, muebles y estilos, aunque se cree que sólo el ebanista puede saber de estas cosas.
Por eso, el poeta mexicano Amado Nervo (1870- 1919) en su obra Plenitud escribió: “No hables a todos de las cosas bellas y esenciales… sin embargo, de vez en cuando, deja caer un pétalo de rosas del ensueño sobre la espuma de la frivolidad… si alguien coge el pétalo y lo acaricia y aspira su blando aroma, hazle enseguida un discreto signo de inteligencia. Llévalo después aparte, muéstrale alguna o algunas de las flores milagrosas de tu jardín háblale de la divinidad invisible que nos rodea”. (Plenitud, Nº V El Signo)
Eso es lo que hace precisamente un poeta cuando nos comunica su poesía. Pero no todos la apreciamos y “aspiramos su blando aroma”, pues la frivolidad (de que habla Nervo) de la vida actual, tan azarosa y convulsa, no permite a todos los lectores percibir el aroma de las flores del sentimiento poético.
Tanto los que cultivan esas preciosas flores como lo que recogemos “un pétalo de la flor lanzada al público frívolo y afanoso por el diario vivir, somos seres especiales que no compartimos esa frivolidad existencial.
Esta vez ha sido el poeta Simeón Duarte quien lanza al público un manojo de fragantes y polícromas flores, con el curioso título de UN CORAZÓN AL ESPEJO.
Y este hermano suyo en la poesía recogió ya, no un pétalo, sino el manojo entero de versos, he percibido el arcoíris de sus vistosos colores y formas y aspirado sus múltiples fragancias.
El poemario es una historia de amor, como las que hemos vivido casi todos los hombres. Un amor juvenil, torrentoso e incontenible o quizá sereno y hondo, de una apacible dulcedumbre; pero poco a poco, la flama que fue viva y fulgurante se fue volviendo mortecina y hasta languidece. Pero llega una nueva ilusión que hace estallar un chisperío de fuegos fatuos, y de nuevo el enamorado percibe la belleza de las cosas. ¡Ha vuelto a vivir!
Y de nuevo la flor multicolor de la pasión florece en el erial de aquel desierto corazón.
Esta es la historia que se intuye en el presente poemario de Simeón Duarte; una historia secreta, recóndita, manifestada en versos.
Casi todos los poemarios líricos son el trasunto de un amor, un gran amor. Quiera o no, el poeta expresa lo suyo, lo personal, su intensidad amorosa a través de la poesía.
Recordemos solo un caso: el de Gustavo Adolfo Bécquer (1836- 1870) en sus Rimas palpita la desgarradora vida amorosa del poeta. Al igual que mi amigo Duarte, Bécquer pierde a su amada:
“Asomaba a mis ojos una lágrima
Y a sus labios una frase de perdón”, pero, cegados por el orgullo los enamorados se separan. Y comienza la desolación, angustia y soledad para el poeta. En silencio, pregunta a la que fue su amada:
“Los suspiros son aire y van al aire,
las lágrimas son agua y van al mar,
dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú a dónde va?”
Y luego la terrible soledad y abandono:
“Dejé la luz a un lado
y en el borde de la revuelta cama me senté,
……………
aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre…
¡El mundo estaba desierto para mi!”
En otro poema retrata su vida amorosa y sexual:
“Una mujer envenenó mi alma;
otra mujer envenenó mi vida.”
Eso era el amor para Bécquer: un veneno.
Un veneno con que la joven Casta, su novia que lo abandonó, quizá por ser pobre, le envenenó el alma. Y el otro veneno fue la sífilis, con el que otra mujer lo abatió a los escasos 34 años de edad.
Por eso, el poeta mexicano Amado Nervo (1870- 1919) en su obra Plenitud escribió: “No hables a todos de las cosas bellas y esenciales… sin embargo, de vez en cuando, deja caer un pétalo de rosas del ensueño sobre la espuma de la frivolidad… si alguien coge el pétalo y lo acaricia y aspira su blando aroma, hazle enseguida un discreto signo de inteligencia. Llévalo después aparte, muéstrale alguna o algunas de las flores milagrosas de tu jardín háblale de la divinidad invisible que nos rodea”. (Plenitud, Nº V El Signo)
Eso es lo que hace precisamente un poeta cuando nos comunica su poesía. Pero no todos la apreciamos y “aspiramos su blando aroma”, pues la frivolidad (de que habla Nervo) de la vida actual, tan azarosa y convulsa, no permite a todos los lectores percibir el aroma de las flores del sentimiento poético.
Tanto los que cultivan esas preciosas flores como lo que recogemos “un pétalo de la flor lanzada al público frívolo y afanoso por el diario vivir, somos seres especiales que no compartimos esa frivolidad existencial.
Esta vez ha sido el poeta Simeón Duarte quien lanza al público un manojo de fragantes y polícromas flores, con el curioso título de UN CORAZÓN AL ESPEJO.
Y este hermano suyo en la poesía recogió ya, no un pétalo, sino el manojo entero de versos, he percibido el arcoíris de sus vistosos colores y formas y aspirado sus múltiples fragancias.
El poemario es una historia de amor, como las que hemos vivido casi todos los hombres. Un amor juvenil, torrentoso e incontenible o quizá sereno y hondo, de una apacible dulcedumbre; pero poco a poco, la flama que fue viva y fulgurante se fue volviendo mortecina y hasta languidece. Pero llega una nueva ilusión que hace estallar un chisperío de fuegos fatuos, y de nuevo el enamorado percibe la belleza de las cosas. ¡Ha vuelto a vivir!
Y de nuevo la flor multicolor de la pasión florece en el erial de aquel desierto corazón.
Esta es la historia que se intuye en el presente poemario de Simeón Duarte; una historia secreta, recóndita, manifestada en versos.
Casi todos los poemarios líricos son el trasunto de un amor, un gran amor. Quiera o no, el poeta expresa lo suyo, lo personal, su intensidad amorosa a través de la poesía.
Recordemos solo un caso: el de Gustavo Adolfo Bécquer (1836- 1870) en sus Rimas palpita la desgarradora vida amorosa del poeta. Al igual que mi amigo Duarte, Bécquer pierde a su amada:
“Asomaba a mis ojos una lágrima
Y a sus labios una frase de perdón”, pero, cegados por el orgullo los enamorados se separan. Y comienza la desolación, angustia y soledad para el poeta. En silencio, pregunta a la que fue su amada:
“Los suspiros son aire y van al aire,
las lágrimas son agua y van al mar,
dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú a dónde va?”
Y luego la terrible soledad y abandono:
“Dejé la luz a un lado
y en el borde de la revuelta cama me senté,
……………
aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre…
¡El mundo estaba desierto para mi!”
En otro poema retrata su vida amorosa y sexual:
“Una mujer envenenó mi alma;
otra mujer envenenó mi vida.”
Eso era el amor para Bécquer: un veneno.
Un veneno con que la joven Casta, su novia que lo abandonó, quizá por ser pobre, le envenenó el alma. Y el otro veneno fue la sífilis, con el que otra mujer lo abatió a los escasos 34 años de edad.