En el viaje que es la vida misma, así como en este sencillo escrito, les propongo que hagamos un trabajo simultáneo en dos frentes: interno, a nivel espiritual; y externo, a nivel físico y emocional. Esta es una labor en la que necesitamos hacer buen uso de esa hacha de doble filo que mientras labora en la materia física, también moldea el alma, logrando un desarrollo seguro, equilibrado y trascendente. Para quienes hemos experimentado en algún grado el despertar espiritual, este trabajo de mejoramiento personal se vuelve el propósito de la existencia y, en adelante, todo esfuerzo se encamina en esa dirección, bajo una única premisa: colaborar con el desarrollo de los demás seres y con ello, cumplir el propósito del universo.
“Yo soy un recién nacido, pero por la experiencia que guardó mi memoria ya no quiero herir a nadie”, así cantaba el poeta la necesidad de continuar con el desenvolvimiento de nuestra condición meta-humana, es decir, lograr la conexión con la divinidad que permanece siempre atenta, en espera de que la personalidad realice un esfuerzo suficientemente grande y en la dirección correcta.
La personalidad debe volverse un vehículo digno para la expresión del propósito del alma, y esta a su vez y poco a poco, se va transformando en un receptáculo igualmente digno en donde el espíritu, a manera de morador silencioso, puede hallar seguro refugio. Pero todo esto depende, entre otras cosas, de la intención, porque cuando ella es débil, el propósito no se cumple. ¿Y cuál es ese propósito?
Solo en una mente perturbada, insana o delirante cabría la idea de que no existe un propósito en la existencia de un ser humano, de una planta o un animal. La aceptación de un destino casual, desligado de los demás seres y con un principio y un final último, solo es concebible y aceptable en aquellos seres que recién han iniciado su proceso como seres humanos y, en consecuencia aun no perciben la conexión intima, profunda y esencial que los conecta con la fuente, principio y fin de todo cuanto existe.
“Yo soy un recién nacido, pero por la experiencia que guardó mi memoria ya no quiero herir a nadie”, así cantaba el poeta la necesidad de continuar con el desenvolvimiento de nuestra condición meta-humana, es decir, lograr la conexión con la divinidad que permanece siempre atenta, en espera de que la personalidad realice un esfuerzo suficientemente grande y en la dirección correcta.
La personalidad debe volverse un vehículo digno para la expresión del propósito del alma, y esta a su vez y poco a poco, se va transformando en un receptáculo igualmente digno en donde el espíritu, a manera de morador silencioso, puede hallar seguro refugio. Pero todo esto depende, entre otras cosas, de la intención, porque cuando ella es débil, el propósito no se cumple. ¿Y cuál es ese propósito?
Solo en una mente perturbada, insana o delirante cabría la idea de que no existe un propósito en la existencia de un ser humano, de una planta o un animal. La aceptación de un destino casual, desligado de los demás seres y con un principio y un final último, solo es concebible y aceptable en aquellos seres que recién han iniciado su proceso como seres humanos y, en consecuencia aun no perciben la conexión intima, profunda y esencial que los conecta con la fuente, principio y fin de todo cuanto existe.