Pasó, en pocos años, de funcionario del Ayuntamiento de Madrid a concejal en uno de los bastiones del PP, Majadahonda, donde conoció a Francisco Correa, entonces uno de los hombres mejor relacionados de España. Fue su colaborador, su cómplice. Presenció las miserias, las corruptelas, las noches más turbias y los negocios ennegrecidos del Don Vito madrileño y de otros, como Francisco Granados, que entonces llevaban la etiqueta de triunfadores.
Este jefe de ordenanzas que un día entró en el juego sucio de la política pudo ver con sus propios ojos como alcaldes de diversas localidades firmaban contratos a dedo a cambio de un maletín con dinero y de qué forma gerifaltes de la política madrileña movían de sus puestos a sus secuaces si no eran dignos de su confianza: es decir, si no repartían el botín con los de arriba.
Un día decidió que no podía seguir siendo testigo de todo aquello. Empezó a grabar conversaciones y a recoger pruebas que le servirían para llevar ante la justicia a aquellos que habían confiado en él. Lo hizo durante casi dos años. En noviembre de 2007, presentó una denuncia. Se convirtió en el gran delator. Y aquí lo cuenta todo: por qué dio ese paso, el miedo a ser cazado, todas las dudas, el no saber qué pasaría con él y si alguien le creería. Y la gran pregunta: ¿valió la pena?