Una dictadura de cuarenta años no podía prescindir de la felicidad de sus protagonistas; ni siquiera de parte de sus potenciales antagonistas. La obviedad se olvida a menudo y algunos historiadores de la ficción tienden a subrayar la negrura de la época hasta lo caricaturesco. Ajustan así las cuentas con un pasado que rechazan. Mientras tanto, otros colegas, habitualmente más jóvenes y con tendencia al revisionismo para singularizar sus análisis, observan en la misma realidad brotes verdes, gracias a un optimismo digno de mejor causa. El equilibrio entre ambas posturas tal vez pase por aceptar la existencia de una felicidad acomodada al franquismo y basada en un juego de máscaras, donde casi todos los españoles participaron con diferentes grados de responsabilidad. El motivo parece simple: había que ser felices y esta aspiración universal no podía ser negada a la mayoría durante cuarenta años. La solución era incluir dicho juego hasta en las cartillas de racionamiento con su lógica cuartelera y, posteriormente, en las imágenes del desarrollismo como panacea. Esa felicidad es cuestionable por insustancial o inmotivada, pero la ilusión forma parte de la materia histórica y sus manifestaciones funcionaron durante un tiempo de silencio que también se caracterizó por las carencias en todos los ámbitos. A falta de un rostro presentable y satisfecho, las máscaras de la ficción al servicio de la felicidad nos permitieron situarnos frente a un espejo sin temor al desánimo.
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