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    VIOLETA (Relatos Románticos y Fantásticos nº 6)

    Por Ana Martínez de la Riva Molina

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    CAPITULO I


    Está lloviendo. Es invierno. Los días se hacen demasiado cortos. Me encanta vivir en la casa de mi abuelo. Le echo mucho de menos. Hace tres meses que el pobre murió. Ha sido como un padre para mí.

    Estos últimos años, me ha dado una sabiduría y una paz que no había conocido nunca. Era un hombre muy bueno, cariñoso y alegre. Siempre me hacía reír. Me enseñó a amar las pequeñas cosas de la vida y a disfrutar de ellas. Sigo sus consejos. Cada mañana me levanto y pienso en el nuevo día que me espera. Me ducho con agua calentita, tomo un buen desayuno, con zumo de naranja, mis tostadas con mermelada de melocotón y un tazón de café recién hecho. Ya me siento mejor. Sonrío al recordar los buenos momentos que he vivido con el abuelo. Cuánto le agradezco el hogar que me dio cuando murió mi madre.

    Yo tenía catorce años. Nos alojábamos en Boston, mi madre era americana y egiptóloga. Viajaba continuamente a Egipto, claro está. En verano siempre me llevaba. Nos sumergíamos en un mundo de aventuras y descubrimientos que nos hacía sentir muy dichosas. Estábamos muy unidas, a pesar de las largas separaciones. A veces nos confundían por hermanas. Aunque ella era un poquito más baja y rellenita que yo. Tengo sus mismos ojos color violeta y el pelo muy rubio como el trigo, en verano se aclara tanto que es casi albino. Mi nariz es un poco chatita y graciosa. La piel es morena. Los labios carnosos y rojos. Los he heredado de mi padre, el era egipcio y conoció a mi madre cuando era muy joven, tendría dieciséis años. Fue amor a primera vista. Se casaron allí y nací yo. Por desgracia no tengo muchos recuerdos de él, murió pilotando su avioneta. Su trabajo consistía en hacer recorridos por Egipto y tomar datos, era topógrafo.

    Tengo fotos suyas, era alto y guapísimo. Mi madre me decía que había heredado lo mejor de cada uno. Solamente pude disfrutar con ellos juntos durante tres años. Mis imágenes se vuelven borrosas, como si fueran un sueño. Lo quería mucho al igual que a mi madre. Siempre me cogía en brazos y me besaba, me llamaba su nenita guapa. Sentía todo su amor por mí y por mi madre a la que adoraba. Sufría cada vez que tenía que volar. Siempre llevaba una fotografía de los tres en el bolsillo de su camisa.
    La mala suerte y un temporal terrible le hizo perder el control del aparato y se estrelló cerca del Cairo, donde vivíamos por entonces.

    Mi pobre madre jamás se recuperó de la tragedia. Regresamos a Boston las dos solas y allí empezó a dar clases en la Universidad de Arqueología.

    De vez en cuando regresaba a las afueras del Cairo, a nuestra antigua residencia. Nunca quiso venderla, allí pasaba largas temporadas haciendo investigación, excavando y preocupándose por la educación de los más pequeños del poblado.

    Mientras, yo estudiaba en un internado para señoritas, muy famoso. Aprendí algunos idiomas, como el francés y el alemán. Ya conocía el egipcio y el inglés gracias a mis padres.

    Mi educación fue muy sofisticada, desde tocar el piano y el arpa, hasta aprender deportes, como la equitación o la esgrima.

    Las compañeras se portaron conmigo fantásticamente, a pesar de ser un poco más morena de piel que las demás.
    Les llamaba la atención mi contraste de colores. Decían que mis ojos eran exóticos y llamativos, resaltaban mucho. Y todas deseaban tocar mi cabello. Les parecía oro líquido, tan suave como la seda.
    Nos lo pasábamos muy bien. El único problema era cuando los veranos estaba con mi madre y luego teníamos que separarnos.
    Fueron unos años de alegrías y tristezas.

    Hasta que una tarde muy fría de invierno en Boston, me llamaron al despacho de la directora del internado. Pensé que me iba a felicitar por mis excelentes resultados como estudiante.
    Cuando me entregó un telegrama y me dio unas palmaditas en la cabeza con mucha pena reflejada en su cara, supe que algo malo pasaba.
    Leí el telegrama y me desvanecí.

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