Virginia Luque nació señalada por el destino para brillar con luz propia, como las estrellas. Un destino que nunca es totalmente generoso ni definitivamente cruel. Es, simplemente. No hace elecciones ni tiene preferencias. Fue ella la señalada al azar porque era una vida que debía seguir un derrotero, donde la popularidad y la celebridad estarían hermanadas con la consecuencia del público a lo largo de muchos años.
Así, como tantos artistas de su generación, definió un ambiente genuino que, posteriormente, muchos fueron minando con indiferencia y superficialidad. So pretexto de que ofrecen lo que el público quiere y que eso es popular. Por supuesto, sabemos que lo popular no es sinónimo de nada de lo enunciado sino que, por el contrario, está implícitamente unido a la calidad. Buena prueba de ello dieron y dan, por ejemplo, Libertad Lamarque, Hugo del Carril, Lolita Torres, Mariano Mores, Niní Marshall, Víctor Heredia, Susana Rinaldi, León Gieco o Teresa Parodi, por citar sólo a algunos.
Comenzó adolescente en la escena y saltó del teatro de repertorio (Jacinto Benavente, Gregorio Martínez Sierra, Gregorio de Laferrère, Molière, Pedro E. Pico, Jean Giraudoux, Alejandro Casona) al cine. Entre una y otra disciplina, se le abrió un camino que con los años se transformaría en fundamental para su carrera: el canto.
Manuel Romero, que algo sabía de autenticidad, implicancias populares y de la extraña suma que perfila a quien nació para integrar esa raza iluminada y siempre excepcional de los artistas, la eligió para protagonizar títulos íntimamente vinculados a la música ciudadana: Un tropezón cualquiera da en la vida, La historia del tango y ¡Arriba el telón!
Más tarde enamoró a Pepe Iglesias en El tercer huésped; a Luis Sandrini en Don Juan Tenorio; a Carlos Cores en Sangre yacero. El deslumbramiento se extendió a todos, cuando con la indispensable complicidad de una sala a oscuras, desbordó sensualidad a raudales en La balandra Isabel llegó esta tarde.
Hasta que “La estrella de Buenos Aires” se eternizó junto a Hugo del Carril, primero en el escenario del Astral y luego en el cine, adonde se sumaron el gordo Troilo, Roberto Grela y Tito Lusiardo. Ocurrió en un viejo patio de baldosas, cuando los duendes que hay en su voz nos convencieron para siempre que era ella la Morocha que habían soñado Villoldo y Saborido.
Seguirá permaneciendo cada vez que la magia se repita desde una pantalla o desde un disco. Porque tal como lo señalara Cátulo Castillo: “Virginia está en las cosas del barrio de antes/ Muchacha de las noches del callejón/ Detrás de cada esquina soñó un romance/ Detrás de cada tango, lloró un amor...”.
Así, como tantos artistas de su generación, definió un ambiente genuino que, posteriormente, muchos fueron minando con indiferencia y superficialidad. So pretexto de que ofrecen lo que el público quiere y que eso es popular. Por supuesto, sabemos que lo popular no es sinónimo de nada de lo enunciado sino que, por el contrario, está implícitamente unido a la calidad. Buena prueba de ello dieron y dan, por ejemplo, Libertad Lamarque, Hugo del Carril, Lolita Torres, Mariano Mores, Niní Marshall, Víctor Heredia, Susana Rinaldi, León Gieco o Teresa Parodi, por citar sólo a algunos.
Comenzó adolescente en la escena y saltó del teatro de repertorio (Jacinto Benavente, Gregorio Martínez Sierra, Gregorio de Laferrère, Molière, Pedro E. Pico, Jean Giraudoux, Alejandro Casona) al cine. Entre una y otra disciplina, se le abrió un camino que con los años se transformaría en fundamental para su carrera: el canto.
Manuel Romero, que algo sabía de autenticidad, implicancias populares y de la extraña suma que perfila a quien nació para integrar esa raza iluminada y siempre excepcional de los artistas, la eligió para protagonizar títulos íntimamente vinculados a la música ciudadana: Un tropezón cualquiera da en la vida, La historia del tango y ¡Arriba el telón!
Más tarde enamoró a Pepe Iglesias en El tercer huésped; a Luis Sandrini en Don Juan Tenorio; a Carlos Cores en Sangre yacero. El deslumbramiento se extendió a todos, cuando con la indispensable complicidad de una sala a oscuras, desbordó sensualidad a raudales en La balandra Isabel llegó esta tarde.
Hasta que “La estrella de Buenos Aires” se eternizó junto a Hugo del Carril, primero en el escenario del Astral y luego en el cine, adonde se sumaron el gordo Troilo, Roberto Grela y Tito Lusiardo. Ocurrió en un viejo patio de baldosas, cuando los duendes que hay en su voz nos convencieron para siempre que era ella la Morocha que habían soñado Villoldo y Saborido.
Seguirá permaneciendo cada vez que la magia se repita desde una pantalla o desde un disco. Porque tal como lo señalara Cátulo Castillo: “Virginia está en las cosas del barrio de antes/ Muchacha de las noches del callejón/ Detrás de cada esquina soñó un romance/ Detrás de cada tango, lloró un amor...”.